Que uno de mis relatos fuese incluido en esta antología, Error 404, fue una gratificante experiencia de la que, después de seis años y medio, aún me siento orgulloso y puedo asegurar que, a pesar de la vertiginosa velocidad con que hoy está cambiando todo, el libro no ha perdido vigencia, os lo aseguro. Por esto os invito a leer mi relato, transcrito a continuación, y, si lo deseáis, a visitar la tienda de RELEE, donde podréis adquirir el libro:
El ser humano, a
pesar de todo, sigue siendo aquel mamífero que necesitaba acurrucarse en su
nido cada noche, arropado por el calor de la familia.
Barkamena,
Amaia, barka ezazu!
¡Perdón,
Amaia, perdóname!
Jon
apura su gin-tonic. Ha cenado una
ensalada de lubina y mango sazonada con chile, nada más. Está solo, sentado en
la terraza del restaurante de su hotel en Bangkok, disfrutando de una selección
de música instrumental, suave y cadenciosa, mientras que una tibia brisa lo
acaricia y envuelve. El cielo, tras el ocaso, se resiste a perder su luz, que
se apaga muy lentamente. Huele a jazmín.
—¡Ah,
Tailandia, cómo despiertas los sentidos! —exclama Jon a media voz.
«¡Lástima no tener a nadie con quien compartir
el momento! ¡Cómo te extraño, Amaia!», Jon suspira. Mira con insistencia su
reloj digital atado a su muñeca izquierda. «En Madrid serán las dos p.m. —calcula—. Amaia estará todavía en
el trabajo. Hasta las tres y media no saldrá. Luego irá a recoger a Iker y a Gorka
al colegio». Jon manipula su móvil y despliega la última foto que su esposa le
envió por WeChat. La mira embelesado. «Cada día están más grandes, son dos
chicos estupendos —piensa—. Hasta dentro de dos horas no podré hacer mi videollamada
de cada día. La llamaré de todos modos, no me aguanto hasta las diez». Jon
escucha la señal con el móvil pegado a la oreja. «Un, dos, tres». Y sigue
contando hasta que la señal cesa y oye la locución que lo invita a grabar un
mensaje.
—Espero tu llamada,
necesito hablar contigo —dice Jon desconsolado y cuelga—. ¡¿Por qué no me
contesta?! ¡Me cago en mi puta vida! —exclama en un susurro—. Me cago en la
globalización y los vuelos low cost
que echaron a pique a mi antigua compañía.
«Tengo
que serenarme». Le hace una señal a la camarera y pide una segunda copa. Al
cabo de unos minutos la camarera le trae su encargo. Le sirve. Y Jon se queda,
si cabe, más solo todavía. Juguetea con el móvil. «Si no fuese por este
cachivache, Amaia, la soledad y la distancia se me harían insoportables, sobre
todo durante esos momentos oscuros provocados por la diferencia horaria. Cuando
despierto, tú duermes, pero lejos, muy lejos, en otra cama. Nuestra cama. Entonces
siento que tu ausencia me llena el corazón de pena, una pena cruel que me
corroe las entrañas. Saber que en tan solo unas horas podré hablar contigo, e
incluso ver tu imagen, mitiga esa pena, tan atroz, pero no la conjura». Bebe
despacio, queriendo llenar su tiempo. «¿Qué hago aquí? Será mejor irse a la piltra
cuanto antes y esperar allí la llamada de Amaia».
En una mesa cercana, una pareja ha
pedido su comanda. Ella, de mediana edad, y él aparenta ser mucho mayor. Ambos
manipulan sus iPhone, probablemente enfrascados en algún estúpido videojuego. «Esa
rubia es preciosa», piensa Jon. Bajo la blusa se le adivinan unos senos maravillosos.
«Hay que joderse, Dios le da mocos a quien no tiene pañuelo». Jon coge el móvil
y con disimulo les hace una foto. No ha quedado satisfecho. Espera. La mujer
levanta el rostro y Jon aprovecha el instante para atrapar su imagen. Despliega
la foto en la pantalla, la mira, la agranda y se entretiene en estudiar las
facciones. «¡Marilyn Monroe! Es igualita que Marilyn». Luego deja el móvil
sobre la mesa. Se estira y mira al cielo. Entonces siente la tentación de
llamar a Wela Wang. «¡Qué chica!, cada vez que la tengo cerca noto un subidón».
Aquella misma tarde estuvo hablando con ella. Fue en una cafetería del
aeropuerto. El resto de su tripulación había desaparecido tragada por una barahúnda
de viajeros y equipajes.
—¿Qué
te pasa, Wela? Te veo triste, alicaída.
—¡Oh!,
no, no es nada.
—¿Entonces?
—Mañana
cumplo veintiséis años, y eso es algo terrible para una chica china y soltera
como yo.
—¿Terrible?
No será para tanto. Al contrario, deberías celebrarlo. Yo tengo cuarenta y dos
y me parece que mi vida está empezando —concluye Jon, haciendo un guiño.
Wela
parece ausente, la mirada perdida. Jon toma su mano y siente cómo se le escapa
entre las suyas. Ella está tensa. Él se siente confuso. «No debí tocarla, eso
no está bien». Pero esa piel tan blanca y esos labios entreabiertos me atraen
como a la mosca la miel».
—Lo
siento, Wela —se disculpa Jon.
—No
es nada, comandante. Me has sorprendido, eso es todo.
—Está
bien, pero dime: ¿qué tiene de terrible cumplir veintiséis años?
—Verás,
hoy he recibido un e-mail de la Federación
de Mujeres recordándome que, si no me caso, pronto seré una sheng-nu, una mujer sobrante. Eso en
China es algo horrible. No te puedes hacer una idea del control que el Gobierno
tiene sobre nuestras vidas.
—Pero
eso no puede ser tan horrible, Wela.
—Además
tengo que soportar las presiones de mi familia. Sus miradas despectivas y sus
comentarios mordaces: «¿No te casas, Wela?, mira que ya vas teniendo una edad».
Y mis padres dicen que hay que arreglar el problema. Quieren llevarme a People
Square y colgar allí mi foto. Piensan que así podrán concertar un buen
matrimonio para mí, pero yo no quiero. No sé hasta cuándo podré resistir.
—¿Y
si te niegas? No deberías tolerar que te exhiban como una mercancía.
—A mis padres les debo obediencia,
pero no soporto la idea de casarme con un hombre al que no ame. Como mi amiga
Leta, que llora viendo las ropas de su marido colgadas en el tendal delante de
su ventana.
Wela
llora amargamente. Jon, por un momento, no sabe qué decirle.
—No llores, Wela. No lo tienes todo
perdido. Quizá te enamores de un muchacho que te quiera —le dice Jon,
tendiéndole un pequeño paquete de pañuelos de papel tisú.
—Sí, pero dónde encontrarlo. El
trabajo no me deja mucho tiempo libre. Y mis amigas ya se casaron, no tengo con
quién salir —replica hipando Wela.
—Podrías mirar en Internet, ¿no? En
Occidente muchas parejas se han conocido así.
—En Occidente puede, pero en China,
tú lo sabes, Internet funciona fatal. Dicen que por la censura del Gobierno. Yo
lo único que quiero es que me dejen elegir mi propia vida, ser yo misma,
¿entiendes?
Jon sigue sentado en la terraza del
restaurante. Sobre la mesa descansa su móvil. Lo toma entre sus manos y abre la
agenda de direcciones. «Wela Wang. Ahí está». Solo tiene que presionar sobre su
nombre y podrá escuchar su dulce voz. «¿Por qué no le he hablado de ella a Gao
Cheng? —se pregunta Jon—. Los dos tienen el mismo problema, pero la otra tarde
tampoco le hablé de él a Wela. ¡Ah! Wela!, me gusta tanto tu olor a té». Jon
está a punto de llamarla, pero no se decide y se sorprende al ver cómo su
índice tiembla levemente. Desiste. Guarda el móvil. Tiene ganas de fumar. Se
levanta y se dirige a la zona de fumadores situada en un extremo de la terraza.
La mujer rubia se levanta y también camina
hacia
la zona de fumadores, emulando el contoneo de la mismísima Marilyn. Jon la sigue
con la vista en su recorrido. Ella se detiene a tan solo dos pasos de él, se
apoya en la balaustrada sobre su brazo izquierdo, mientras que con su mano
derecha sostiene un cigarrillo.
—¿Sería
tan amable de darme fuego, caballero? —pregunta la rubia con voz melosa y
ademán seductor.
Jon, sin decir palabra, prende una cerilla y,
protegiéndola de la brisa en el cuenco de sus manos, la acerca al cigarrillo,
que la mujer sujeta entre sus labios rojos. Ella da una intensa calada, y sin
ningún pudor exhala el humo sobre el rostro de Jon. Este sopla apagando la
cerilla, luego saca un cigarrillo y lo prende con otro mixto.
—Qué
interesante. Un hombre tradicional, al menos en la forma de encender los
cigarrillos, ¿no le parece? —dice la mujer sonriendo.
—Cosas
de la profesión. En las aeronaves están prohibidos los encendedores, y los
fósforos por ahora cuelan.
Ella
lo mira con detenimiento.
—¿Es
su marido? —pregunta Jon, señalando con un golpe de barbilla al hombre que
continúa ocupado en manipular su iPhone.
—Sí.
—No
hablan mucho, ¿verdad?
—No,
más bien nada. ¿Quedé bien en la foto?
—¡Vaya!,
se dio cuenta. ¿No la habré molestado? ¿Le gustaría verla?
—¿Por
qué no? ¡Vamos! Estoy deseándolo.
—Aquí
la tiene. Ha quedado estupenda.
Ella
mira la pantalla y sonríe con autocomplacencia.
—¿Quiere
enviármela por WhatsApp?
Jon
inicia el nuevo registro en su agenda de direcciones.
—¿Su
nombre?
—Llámame Alyn. ¿Sabes? Hoy he
cruzado más palabras contigo que con mi marido en todo un mes. Aunque todavía
no me hayas dicho tu nombre.
Ella se le acerca aún más. Y Jon nota trepar
la mano de ella, desde su antebrazo hasta alcanzar la insignia que él luce
abrochada a la solapa.
—Jon.
Mi nombre es Jon —contesta él titubeante.
—Encantada,
Jon —dice ella y se le aproxima un poco más—. Me encantan los hombres como tú.
«Qué
bien huele esta mujer». Le agrada su cercanía y le despierta el deseo. Ella se
aparta. Jon se siente algo contrariado, pero también siente cierto alivio. «¡Uf!,
si la cosa hubiese continuado, ese tío podría habernos visto». Jon le ha
enviado la foto a Alyn. Ambos agotan sus cigarrillos y tiran las tobas sobre la
arena de un inmenso cenicero colectivo.
—¿Puedo
invitarte a una copa? —pregunta Alyn.
—De
acuerdo —contesta Jon—. Quizá podamos tener alguna conversación interesante.
Ambos
se dirigen a la mesa, en la que el marido de Alyn se afana en teclear su iPhone
con los pulgares.
—Mira, Andrew, este es Jon, un viejo amigo —le
dice Alyn a su marido.
—¡Hola!,
pero sentaos, no os quedéis ahí de pie —dice Andrew, casi sin mirarlos, sin
dejar su ocupación, al parecer inaplazable.
Alyn
y Jon se sientan. Andrew sigue con su quehacer.
—¡Andrew!
Tenemos un invitado. No seas tan descortés.
—¡Oh!
Perdona, querida.
—Por
mí no se preocupe, Andrew, continúe —concede Jon.
—¡Oh!
No, por Dios —contesta Andrew, dejando su iPhone sobre la mesa—. Estaba a punto
de alcanzar el nivel superior, ¿sabes? Solo unos pocos lo consiguieron hasta
ahora.
—Y
eso debe de ser algo muy importante para usted, ¿no es así? —tira de carrete
Jon.
—Bueno.
Es solo un entretenimiento. No vayas a pensar…
—Sin
embargo, lo he observado y la mayor parte del tiempo ha estado usted ocupado
con su juego —le hace ver Jon.
Andrew
lo mira molesto, casi airado.
—Pidamos
unas copas —media Alyn.
—Estupendo,
ojalá sirvan para refrescar la conversación —jalea Jon la propuesta de Alyn.
Jon
le hace una seña a la camarera, que se acerca solícita.
—Un
gin-tonic para mí —pide Alyn—. ¿Lo
mismo para ti, Jon? Y tú, querido, ¿qué quieres?
—Un
ginger ale con hielo estará bien
—señala Andrew con desgana.
«Me
estoy pasando de la raya. Tres copas son demasiado. Pero qué le vamos a hacer»,
piensa Jon.
—Así
que os conocéis desde hace mucho tiempo, ¿eh? —pregunta Andrew echándole a Jon
una mirada inquisitiva.
—Cierto,
sí… somos viejos amigos —dice Jon rescatando de su ágil memoria a corto plazo
las palabras de Alyn.
—Nunca
me habló de ti. ¿Cómo os conocisteis? —pregunta Andrew.
«¡Vaya!,
por fin este tío hace una pregunta inteligente, pero no le voy a contar a este estúpido
que acabamos de ligar. Pero ¿qué contestar? No sé nada de ella, ni de su vida».
Jon la mira pidiendo ayuda. Ella acude rauda al rescate.
—¡Oh!
Fue hace mucho tiempo, antes de conocerte a ti, cuando yo trabajaba en Macy´s. Él
buscaba unos buenos sneakers. Jon es
un tipo divertido, me hizo gracia, y me presté a enseñarle Broadway. Lo pasamos
bien, ¿verdad, Jon?
«Increíble
el desparpajo que tiene esta tía. En mi puta vida puse mis pies en Broadway y
mucho menos en Macy´s». Jon le está siguiendo el rollo, pero se pregunta qué es
lo que pretenderá Alyn.
—Cuéntame
de tu vida —le pide Alyn a Jon—. ¿Te casaste?, ¿tienes hijos? Me dijiste que
ahora pilotas aviones.
—Sí,
soy comandante de vuelo —contesta Jon, tratando de ocultar el anillo que luce
en su mano diestra.
—¡Qué
interesante! —exclama Andrew—. ¿Y qué ruta haces?
—Vuelo
desde Shanghai a Indochina.
—Países
fascinantes, ¿cierto? ¡Cómo te envidio!
—Sí,
verdaderamente fascinantes, pero uno no tiene apenas tiempo para hacer turismo
—contesta Jon.
—Casualmente nosotros volaremos a Shanghai
pasado mañana. Mira, este es nuestro vuelo —dice Alyn, y le muestra a Jon la
reserva en la pantalla de su iPhone.
—¡Qué
casualidad!, es mi vuelo, seré vuestro comandante.
La
conversación prosigue. Hablan de aviones. De los últimos modelos.
De los más recientes avances en aeronáutica.
—¿Sabéis?
No tardando mucho sobrepasaremos los sesenta mil pies de altura, así se podrá
volar a velocidades supersónicas, pero ahorrando combustible y con más confort —explica
Jon.
La conversación se anima. Andrew se muestra
muy interesado por el tema, y a Alyn le encanta saber cosas sobre todos los
países que Jon visita con frecuencia: Tailandia, Laos, Vietnam, Indonesia… Piden
una copa más. Charlan y beben, hasta que de pronto Jon siente vibrar su móvil. Es
Amaia, está llamando.
—Disculpadme,
es una llamada importante.
Se
levanta de la mesa y se encamina hacia la zona de fumadores en la terraza al
mismo tiempo que contesta. En la pantalla aparecen los rostros de Amaia y sus
dos hijos, Iker y Gorka. «Son como una piña».
—¡Hola,
aita! —gritan los niños.
—Hola
—saluda Amaia y sonríe.
—¿Cómo
están mis leones? —pregunta Jon.
—A
Iker se le ha caído un diente —grita Gorka, intentando levantarle el labio
superior a su hermano, que se resiste—. Anda, enséñaselo.
—¿Cuándo
vendrás, aita? —pregunta Iker.
—¿Nos
compraste el dron? Nos lo prometiste, dijiste que lo traerías para nuestra
comunión —dice Gorka, excitado.
—Ya
lo tengo visto, no os preocupéis, que pronto lo tendréis.
—¡Viva!
—gritan los niños al unísono y se apartan a un segundo plano para hacer el
ganso.
—El
dron que merece la pena vale una pasta, pero no puedo negarles nada, pobres —le
explica Jon a Amaia.
—¿Sabes,
Jontxu, cariño? Tengo una sorpresa. Mañana te contaré.
Jon
quiere saber ahora qué es lo que le esconde su mujer. Él insiste.
—¡Es
una sorpresa, Jontxu! —responde ella. Y siguen hablando de cosas cotidianas.
—Vete
a la cama pronto, y no bebas, ¿vale? Cuídate mucho. Te quiero.
—Y
yo a ti. Hasta mañana.
Jon
prende un cigarrillo y le da algunas caladas, muy apresuradas. Alyn lo está
mirando, y le hace señas con la mano. Parece decirle que la espere, pero Jon regresa
junto a ella y Andrew. «Tengo que deshacerme de estos dos. Ella no me ha
quitado ojo durante todo el tiempo que estuve hablando con Amaia, y él a lo
suyo. Qué querrá la tía. No lo sé. De todas formas tengo que cortar y punto».
—Siento
no poder reanudar nuestra conversación, tan interesante, pero mi deber me
reclama. Volveremos a vernos pasado mañana.
—¡Qué
lástima! Lo estábamos pasando tan bien… Hagámonos un selfie al menos —dice Alyn, poniéndose en pie y esgrimiendo su iPhone.
Alyn
toma del brazo a Jon y juntos se colocan detrás de Andrew, que continúa
sentado.
—Así,
bien juntitos. Un, dos, tres. Ya está.
Alyn
quiere continuar la velada, y le pide a Jon que se quede un poco más.
—Anda,
no seas malo. Tomemos la última, ¿quieres? —le propone Alyn a Jon haciendo un
arrumaco—. O fumemos, ¿vale?
Jon
vacila. Andrew la mira con reprobación.
—Ya
está bien, Alyn.
Finalmente
Jon se despide y sale de la terraza con paso firme.
Jon
está en su habitación cuando le entra un mensaje. Es de Alyn. Le dice que si le
da su número de habitación ella en persona le llevará el desayuno por la
mañana. «¿Una aventura con esa estúpida rubia? Ni hablar, por muy buena que
esté. ¿Para qué? Lo que de verdad me gustaría ahora es salir con la peña y
tomarnos unos vasos por Gaztambide. Lo que yo daría por un pincho de tortilla
de patata con pimientos. Aunque, pensándolo bien, la ocasión es la ocasión, y a
nadie le amarga un dulce. Las mujeres como Alyn follan por deporte, no buscan
otra cosa. Me la imagino asidua de alguna de esas páginas de contactos en
Internet, o de esas otras guarras. No me comprometería para nada. Pero no,
Amaia no se merece que la engañe así, y menos con esa tipa. Apagaré el móvil y
ya está». Está decidido, pero no lo hace. Al contrario, contesta al mensaje de
Alyn, aunque disculpándose por no poder aceptar su amable ofrecimiento. Otra
vez será, escribe, y termina insertando un emoticono que guiña y besa. «Estoy
muerto de cansancio —se dice—, cuatro copas seguidas son muchas copas». Luego
pone su móvil en modo avión y se duerme como un leño.
Al
día siguiente, Jon no despierta hasta las nueve. El sol está alto y se filtra a
través de las cortinas. Le duele la cabeza y le zumban los oídos. «¡Malditas
copas!». Le hubiera gustado bajar al gimnasio y machacarse con las máquinas de fitness. «Hay que mantenerse en forma».
Pero el dolor de cabeza lo está martirizando. Y los zumbidos también. «Debería volver
al otorrino, desde la última vez la cosa ha ido a peor». Se toma una ración de
analgésicos. Bebe agua mineral. «Unas brazadas en la piscina no estarían nada
mal». Paseo. Comida. Sesión de cine y algo de cena. Algunos cigarrillos
furtivos entre medias. Llamada a Amaia.
—¿Cuándo
vienes, Jontxu?
—Muy
pronto, cariño. Pero quiero la sorpresa, me dijiste que era para hoy.
—¡Ah!
Vale, vale. Ahí va: en la delegación de la Lehendakaritza me dijeron que en la
Cámara de Comercio de España en Shanghai necesitan a un intérprete de euskera.
¿Te das cuenta?
—Eso
estaría genial. No sabes la alegría que me das.
—Y
lo mejor de todo es que eché mi solicitud, y la han aceptado. Hoy recibí la
notificación oficial. Ese empleo es para mí ¿Qué te parece? Por fin podremos
estar todos juntos.
A
Jon la noticia lo sobrepasa. Emocionado, solo acierta a preguntar:
—¿Por
qué no me has dicho nada hasta ahora?
—Quería
darte la sorpresa. Si no hubiese salido bien, te habrías disgustado.
—Pero
ayer ya lo sabías, ¿no?
—Sí,
pero no era oficial. Quería estar muy segura…
Jon
pregunta por sus hijos.
—Hoy
tienen partido. Están locos de alegría. Ya sabes cómo son.
Siguen
hablando. Necesitarán una casa, un colegio para los niños y, en definitiva,
planificar su nueva vida de familia expatriada.
Después
de terminar la videoconferencia, Jon se da cuenta de que ha recibido tres
mensajes de Alyn. Los borra sin abrirlos, sin vacilar, uno a uno. Está contento,
se siente mejor que nunca. «Esto hay que celebrarlo. Bajaré al bar. Tomaré unas
cervecitas».
Al
día siguiente, anuncian tormentas tropicales. Y a la tripulación de Jon le ha
tocado test de alcoholemia.
—Comandante,
ha sobrepasado la tasa permitida. No puede volar, tendrá que ser sustituido.
—No
puede ser. ¡Que no se mueva nadie! Denme diez minutos y repitan el test, por
favor. Ha sido el elixir bucal. Estoy seguro.
Jon se va al lavabo. Mientras se enjuaga a
conciencia ve su cara reflejada en el espejo. «Qué ojeras. Espero que esto se
arregle así. Ha tenido que ser el elixir, las cervezas de anoche no creo».
Luego regresa al área de control. Repite el test y sale limpio. «Menos mal. Si
me pillan de verdad me cae un borrón en mi hoja de servicios. Precisamente ahora
que todo empieza a pintarnos tan bien. Tengo que dejar de beber tanto. Desde ya,
nada de gin-tonics».
—¿Todo
bien, comandante? —pregunta Wela—. No te veo buena cara, ¿pasaste mala noche?
—Todo
muy bien, Wela. Me siento estupendamente. Ya te contaré.
El
pasaje embarca y el avión despega rumbo a Shanghai. Jon no se siente bien, le
vuelven a zumbar los oídos. «No es nada, se me pasará». Le cede el control a
Gao Cheng, su copiloto. Las turbulencias sacuden el avión. Están en medio de
una tormenta. «No es nada, Gao Cheng podrá dominar la situación sin problemas,
es ya un piloto experimentado».
El
pasaje se inquieta.
—Wela, haz todo lo posible por calmarlos. Y átate
enseguida, te lo ordeno.
Las
turbulencias siguen zarandeando el avión como si fuese un juguete.
—Confiemos
en Jon. Él nos dijo que este avión es seguro —le dice Alyn a Andrew—, aunque no
sé, porque él no es tan valiente como dice.
—Que
Dios nos asista, estamos en manos de un tipo que bebe gin-tonics como si fuesen agua, y siempre bien cargados, Alyn.
Wela
transmite la situación de emergencia, tratando de quitarle importancia:
—Por
precaución, permanezcan en sus asientos hasta nuevo aviso y abróchense los
cinturones. No se alarmen, todo está bajo control. Solo serán unos
minutos.
La
indisposición de Jon empeora por momentos. A los zumbidos le ha seguido una
sensación de vértigo angustioso, insoportable. Jon sigue indispuesto.
—Tenemos
que salir de la tempestad. Intenta ganar altura —ordena Jon a Gao Cheng,
haciendo un esfuerzo—. ¡Máxima potencia!
Un
relámpago ciega a Gao Cheng. Está aterrado, rígido, aferrado a la palanca de
control. El avión cabecea hacia arriba, superando los veinte
grados de inclinación. Treinta, cincuenta, ochenta…
—¡¿Qué
has hecho? ¡Nos vas a matar a todos, hijoputa! —grita Jon en un perfecto
castellano.
Jon
sabe que tiene que recuperar el control. La cabeza se le va, pero tiene que
hacer algo y tiene que hacerlo ya. La aeronave ha perdido toda la sustentación
y, si no se produce un milagro, caerá de cola irremediablemente en un viaje sin
retorno. Lucha desesperadamente. Cierra los ojos y se arroja sobre Gao Cheng,
así consigue que este suelte la palanca. Vuelve a su puesto, penosamente, e intenta
hacerse con el aparato. Tiene que estabilizar la aeronave. Es preciso.
—Maite zaitut, Amaia, nahi dut! (1) —grita
Jon—. Barkamena, Amaia, barka ezazu! (2)
(1)
¡Te quiero, Amaia, te amo!
(2) ¡Perdón, Amaia, perdóname!