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miércoles, 15 de mayo de 2024

 


Que uno de mis relatos fuese incluido en esta antología, Error 404, fue una gratificante experiencia de la que, después de seis años y medio, aún me siento orgulloso y puedo asegurar que, a pesar de la vertiginosa velocidad con que hoy está cambiando todo, el libro no ha perdido vigencia, os lo aseguro. Por esto os invito a leer mi relato, transcrito a continuación, y, si lo deseáis, a visitar la tienda de RELEE, donde podréis adquirir el libro:

 Error 404. Antología de relatos sobre la perplejidad tecnológica, de VV.AA. - QRelee - Red Libre - Escritura y Edición


El ser humano, a pesar de todo, sigue siendo aquel mamífero que necesitaba acurrucarse en su nido cada noche, arropado por el calor de la familia.

 

Barkamena, Amaia, barka ezazu!

¡Perdón, Amaia, perdóname!

           

Jon apura su gin-tonic. Ha cenado una ensalada de lubina y mango sazonada con chile, nada más. Está solo, sentado en la terraza del restaurante de su hotel en Bangkok, disfrutando de una selección de música instrumental, suave y cadenciosa, mientras que una tibia brisa lo acaricia y envuelve. El cielo, tras el ocaso, se resiste a perder su luz, que se apaga muy lentamente. Huele a jazmín.

—¡Ah, Tailandia, cómo despiertas los sentidos! —exclama Jon a media voz.

 «¡Lástima no tener a nadie con quien compartir el momento! ¡Cómo te extraño, Amaia!», Jon suspira. Mira con insistencia su reloj digital atado a su muñeca izquierda. «En Madrid serán las dos p.m. —calcula—. Amaia estará todavía en el trabajo. Hasta las tres y media no saldrá. Luego irá a recoger a Iker y a Gorka al colegio». Jon manipula su móvil y despliega la última foto que su esposa le envió por WeChat. La mira embelesado. «Cada día están más grandes, son dos chicos estupendos —piensa—. Hasta dentro de dos horas no podré hacer mi videollamada de cada día. La llamaré de todos modos, no me aguanto hasta las diez». Jon escucha la señal con el móvil pegado a la oreja. «Un, dos, tres». Y sigue contando hasta que la señal cesa y oye la locución que lo invita a grabar un mensaje.

—Espero tu llamada, necesito hablar contigo —dice Jon desconsolado y cuelga—. ¡¿Por qué no me contesta?! ¡Me cago en mi puta vida! —exclama en un susurro—. Me cago en la globalización y los vuelos low cost que echaron a pique a mi antigua compañía.

«Tengo que serenarme». Le hace una señal a la camarera y pide una segunda copa. Al cabo de unos minutos la camarera le trae su encargo. Le sirve. Y Jon se queda, si cabe, más solo todavía. Juguetea con el móvil. «Si no fuese por este cachivache, Amaia, la soledad y la distancia se me harían insoportables, sobre todo durante esos momentos oscuros provocados por la diferencia horaria. Cuando despierto, tú duermes, pero lejos, muy lejos, en otra cama. Nuestra cama. Entonces siento que tu ausencia me llena el corazón de pena, una pena cruel que me corroe las entrañas. Saber que en tan solo unas horas podré hablar contigo, e incluso ver tu imagen, mitiga esa pena, tan atroz, pero no la conjura». Bebe despacio, queriendo llenar su tiempo. «¿Qué hago aquí? Será mejor irse a la piltra cuanto antes y esperar allí la llamada de Amaia».   

            En una mesa cercana, una pareja ha pedido su comanda. Ella, de mediana edad, y él aparenta ser mucho mayor. Ambos manipulan sus iPhone, probablemente enfrascados en algún estúpido videojuego. «Esa rubia es preciosa», piensa Jon. Bajo la blusa se le adivinan unos senos maravillosos. «Hay que joderse, Dios le da mocos a quien no tiene pañuelo». Jon coge el móvil y con disimulo les hace una foto. No ha quedado satisfecho. Espera. La mujer levanta el rostro y Jon aprovecha el instante para atrapar su imagen. Despliega la foto en la pantalla, la mira, la agranda y se entretiene en estudiar las facciones. «¡Marilyn Monroe! Es igualita que Marilyn». Luego deja el móvil sobre la mesa. Se estira y mira al cielo. Entonces siente la tentación de llamar a Wela Wang. «¡Qué chica!, cada vez que la tengo cerca noto un subidón». Aquella misma tarde estuvo hablando con ella. Fue en una cafetería del aeropuerto. El resto de su tripulación había desaparecido tragada por una barahúnda de viajeros y equipajes.      

—¿Qué te pasa, Wela? Te veo triste, alicaída.

—¡Oh!, no, no es nada.

—¿Entonces?

—Mañana cumplo veintiséis años, y eso es algo terrible para una chica china y soltera como yo.

—¿Terrible? No será para tanto. Al contrario, deberías celebrarlo. Yo tengo cuarenta y dos y me parece que mi vida está empezando —concluye Jon, haciendo un guiño.

Wela parece ausente, la mirada perdida. Jon toma su mano y siente cómo se le escapa entre las suyas. Ella está tensa. Él se siente confuso. «No debí tocarla, eso no está bien». Pero esa piel tan blanca y esos labios entreabiertos me atraen como a la mosca la miel».

—Lo siento, Wela —se disculpa Jon.

—No es nada, comandante. Me has sorprendido, eso es todo.

—Está bien, pero dime: ¿qué tiene de terrible cumplir veintiséis años?

—Verás, hoy he recibido un e-mail de la Federación de Mujeres recordándome que, si no me caso, pronto seré una sheng-nu, una mujer sobrante. Eso en China es algo horrible. No te puedes hacer una idea del control que el Gobierno tiene sobre nuestras vidas.

—Pero eso no puede ser tan horrible, Wela.

—Además tengo que soportar las presiones de mi familia. Sus miradas despectivas y sus comentarios mordaces: «¿No te casas, Wela?, mira que ya vas teniendo una edad». Y mis padres dicen que hay que arreglar el problema. Quieren llevarme a People Square y colgar allí mi foto. Piensan que así podrán concertar un buen matrimonio para mí, pero yo no quiero. No sé hasta cuándo podré resistir.

—¿Y si te niegas? No deberías tolerar que te exhiban como una mercancía.

            —A mis padres les debo obediencia, pero no soporto la idea de casarme con un hombre al que no ame. Como mi amiga Leta, que llora viendo las ropas de su marido colgadas en el tendal delante de su ventana.

            Wela llora amargamente. Jon, por un momento, no sabe qué decirle.

            —No llores, Wela. No lo tienes todo perdido. Quizá te enamores de un muchacho que te quiera —le dice Jon, tendiéndole un pequeño paquete de pañuelos de papel tisú.

            —Sí, pero dónde encontrarlo. El trabajo no me deja mucho tiempo libre. Y mis amigas ya se casaron, no tengo con quién salir —replica hipando Wela.

            —Podrías mirar en Internet, ¿no? En Occidente muchas parejas se han conocido así.

            —En Occidente puede, pero en China, tú lo sabes, Internet funciona fatal. Dicen que por la censura del Gobierno. Yo lo único que quiero es que me dejen elegir mi propia vida, ser yo misma, ¿entiendes?

            Jon sigue sentado en la terraza del restaurante. Sobre la mesa descansa su móvil. Lo toma entre sus manos y abre la agenda de direcciones. «Wela Wang. Ahí está». Solo tiene que presionar sobre su nombre y podrá escuchar su dulce voz. «¿Por qué no le he hablado de ella a Gao Cheng? —se pregunta Jon—. Los dos tienen el mismo problema, pero la otra tarde tampoco le hablé de él a Wela. ¡Ah! Wela!, me gusta tanto tu olor a té». Jon está a punto de llamarla, pero no se decide y se sorprende al ver cómo su índice tiembla levemente. Desiste. Guarda el móvil. Tiene ganas de fumar. Se levanta y se dirige a la zona de fumadores situada en un extremo de la terraza.

            La mujer rubia se levanta y también camina hacia la zona de fumadores, emulando el contoneo de la mismísima Marilyn. Jon la sigue con la vista en su recorrido. Ella se detiene a tan solo dos pasos de él, se apoya en la balaustrada sobre su brazo izquierdo, mientras que con su mano derecha sostiene un cigarrillo.          

   —¿Sería tan amable de darme fuego, caballero? —pregunta la rubia con voz melosa y ademán seductor.

 Jon, sin decir palabra, prende una cerilla y, protegiéndola de la brisa en el cuenco de sus manos, la acerca al cigarrillo, que la mujer sujeta entre sus labios rojos. Ella da una intensa calada, y sin ningún pudor exhala el humo sobre el rostro de Jon. Este sopla apagando la cerilla, luego saca un cigarrillo y lo prende con otro mixto.

—Qué interesante. Un hombre tradicional, al menos en la forma de encender los cigarrillos, ¿no le parece? —dice la mujer sonriendo.

—Cosas de la profesión. En las aeronaves están prohibidos los encendedores, y los fósforos por ahora cuelan.

Ella lo mira con detenimiento.

—¿Es su marido? —pregunta Jon, señalando con un golpe de barbilla al hombre que continúa ocupado en manipular su iPhone.

—Sí.

—No hablan mucho, ¿verdad?

—No, más bien nada. ¿Quedé bien en la foto?

—¡Vaya!, se dio cuenta. ¿No la habré molestado? ¿Le gustaría verla?

—¿Por qué no? ¡Vamos! Estoy deseándolo.

—Aquí la tiene. Ha quedado estupenda.

Ella mira la pantalla y sonríe con autocomplacencia.

—¿Quiere enviármela por WhatsApp?

Jon inicia el nuevo registro en su agenda de direcciones.

—¿Su nombre?

 —Llámame Alyn. ¿Sabes? Hoy he cruzado más palabras contigo que con mi marido en todo un mes. Aunque todavía no me hayas dicho tu nombre.

 Ella se le acerca aún más. Y Jon nota trepar la mano de ella, desde su antebrazo hasta alcanzar la insignia que él luce abrochada a la solapa.

—Jon. Mi nombre es Jon —contesta él titubeante.

—Encantada, Jon —dice ella y se le aproxima un poco más—. Me encantan los hombres como tú.

«Qué bien huele esta mujer». Le agrada su cercanía y le despierta el deseo. Ella se aparta. Jon se siente algo contrariado, pero también siente cierto alivio. «¡Uf!, si la cosa hubiese continuado, ese tío podría habernos visto». Jon le ha enviado la foto a Alyn. Ambos agotan sus cigarrillos y tiran las tobas sobre la arena de un inmenso cenicero colectivo.

—¿Puedo invitarte a una copa? —pregunta Alyn.

—De acuerdo —contesta Jon—. Quizá podamos tener alguna conversación interesante.

Ambos se dirigen a la mesa, en la que el marido de Alyn se afana en teclear su iPhone con los pulgares.

 —Mira, Andrew, este es Jon, un viejo amigo —le dice Alyn a su marido.

—¡Hola!, pero sentaos, no os quedéis ahí de pie —dice Andrew, casi sin mirarlos, sin dejar su ocupación, al parecer inaplazable.

Alyn y Jon se sientan. Andrew sigue con su quehacer.

—¡Andrew! Tenemos un invitado. No seas tan descortés.

—¡Oh! Perdona, querida.

—Por mí no se preocupe, Andrew, continúe —concede Jon.

—¡Oh! No, por Dios —contesta Andrew, dejando su iPhone sobre la mesa—. Estaba a punto de alcanzar el nivel superior, ¿sabes? Solo unos pocos lo consiguieron hasta ahora.

—Y eso debe de ser algo muy importante para usted, ¿no es así? —tira de carrete Jon.

—Bueno. Es solo un entretenimiento. No vayas a pensar…

—Sin embargo, lo he observado y la mayor parte del tiempo ha estado usted ocupado con su juego —le hace ver Jon.

Andrew lo mira molesto, casi airado.

—Pidamos unas copas —media Alyn.

—Estupendo, ojalá sirvan para refrescar la conversación —jalea Jon la propuesta de Alyn.

Jon le hace una seña a la camarera, que se acerca solícita.

—Un gin-tonic para mí —pide Alyn—. ¿Lo mismo para ti, Jon? Y tú, querido, ¿qué quieres?

—Un ginger ale con hielo estará bien —señala Andrew con desgana.

«Me estoy pasando de la raya. Tres copas son demasiado. Pero qué le vamos a hacer», piensa Jon.

—Así que os conocéis desde hace mucho tiempo, ¿eh? —pregunta Andrew echándole a Jon una mirada inquisitiva.

—Cierto, sí… somos viejos amigos —dice Jon rescatando de su ágil memoria a corto plazo las palabras de Alyn.

—Nunca me habló de ti. ¿Cómo os conocisteis? —pregunta Andrew.

«¡Vaya!, por fin este tío hace una pregunta inteligente, pero no le voy a contar a este estúpido que acabamos de ligar. Pero ¿qué contestar? No sé nada de ella, ni de su vida». Jon la mira pidiendo ayuda. Ella acude rauda al rescate.

—¡Oh! Fue hace mucho tiempo, antes de conocerte a ti, cuando yo trabajaba en Macy´s. Él buscaba unos buenos sneakers. Jon es un tipo divertido, me hizo gracia, y me presté a enseñarle Broadway. Lo pasamos bien, ¿verdad, Jon?

«Increíble el desparpajo que tiene esta tía. En mi puta vida puse mis pies en Broadway y mucho menos en Macy´s». Jon le está siguiendo el rollo, pero se pregunta qué es lo que pretenderá Alyn.

—Cuéntame de tu vida —le pide Alyn a Jon—. ¿Te casaste?, ¿tienes hijos? Me dijiste que ahora pilotas aviones.

—Sí, soy comandante de vuelo —contesta Jon, tratando de ocultar el anillo que luce en su mano diestra.

—¡Qué interesante! —exclama Andrew—. ¿Y qué ruta haces?

—Vuelo desde Shanghai a Indochina.

—Países fascinantes, ¿cierto? ¡Cómo te envidio!

—Sí, verdaderamente fascinantes, pero uno no tiene apenas tiempo para hacer turismo —contesta Jon.

 —Casualmente nosotros volaremos a Shanghai pasado mañana. Mira, este es nuestro vuelo —dice Alyn, y le muestra a Jon la reserva en la pantalla de su iPhone.

—¡Qué casualidad!, es mi vuelo, seré vuestro comandante.

La conversación prosigue. Hablan de aviones. De los últimos modelos. De los más recientes avances en aeronáutica.

—¿Sabéis? No tardando mucho sobrepasaremos los sesenta mil pies de altura, así se podrá volar a velocidades supersónicas, pero ahorrando combustible y con más confort —explica Jon.

 La conversación se anima. Andrew se muestra muy interesado por el tema, y a Alyn le encanta saber cosas sobre todos los países que Jon visita con frecuencia: Tailandia, Laos, Vietnam, Indonesia… Piden una copa más. Charlan y beben, hasta que de pronto Jon siente vibrar su móvil. Es Amaia, está llamando.

—Disculpadme, es una llamada importante.

Se levanta de la mesa y se encamina hacia la zona de fumadores en la terraza al mismo tiempo que contesta. En la pantalla aparecen los rostros de Amaia y sus dos hijos, Iker y Gorka. «Son como una piña».

—¡Hola, aita! —gritan los niños.

—Hola —saluda Amaia y sonríe.

—¿Cómo están mis leones? —pregunta Jon.

—A Iker se le ha caído un diente —grita Gorka, intentando levantarle el labio superior a su hermano, que se resiste—. Anda, enséñaselo.

—¿Cuándo vendrás, aita? —pregunta Iker.

—¿Nos compraste el dron? Nos lo prometiste, dijiste que lo traerías para nuestra comunión —dice Gorka, excitado.

—Ya lo tengo visto, no os preocupéis, que pronto lo tendréis.

—¡Viva! —gritan los niños al unísono y se apartan a un segundo plano para hacer el ganso.

—El dron que merece la pena vale una pasta, pero no puedo negarles nada, pobres —le explica Jon a Amaia.

—¿Sabes, Jontxu, cariño? Tengo una sorpresa. Mañana te contaré.

Jon quiere saber ahora qué es lo que le esconde su mujer. Él insiste.

—¡Es una sorpresa, Jontxu! —responde ella. Y siguen hablando de cosas cotidianas.

—Vete a la cama pronto, y no bebas, ¿vale? Cuídate mucho. Te quiero.

—Y yo a ti. Hasta mañana.

Jon prende un cigarrillo y le da algunas caladas, muy apresuradas. Alyn lo está mirando, y le hace señas con la mano. Parece decirle que la espere, pero Jon regresa junto a ella y Andrew. «Tengo que deshacerme de estos dos. Ella no me ha quitado ojo durante todo el tiempo que estuve hablando con Amaia, y él a lo suyo. Qué querrá la tía. No lo sé. De todas formas tengo que cortar y punto».

—Siento no poder reanudar nuestra conversación, tan interesante, pero mi deber me reclama. Volveremos a vernos pasado mañana.

—¡Qué lástima! Lo estábamos pasando tan bien… Hagámonos un selfie al menos —dice Alyn, poniéndose en pie y esgrimiendo su iPhone.

Alyn toma del brazo a Jon y juntos se colocan detrás de Andrew, que continúa sentado.

—Así, bien juntitos. Un, dos, tres. Ya está.

Alyn quiere continuar la velada, y le pide a Jon que se quede un poco más.

—Anda, no seas malo. Tomemos la última, ¿quieres? —le propone Alyn a Jon haciendo un arrumaco—. O fumemos, ¿vale?

Jon vacila. Andrew la mira con reprobación.

—Ya está bien, Alyn.

Finalmente Jon se despide y sale de la terraza con paso firme.

Jon está en su habitación cuando le entra un mensaje. Es de Alyn. Le dice que si le da su número de habitación ella en persona le llevará el desayuno por la mañana. «¿Una aventura con esa estúpida rubia? Ni hablar, por muy buena que esté. ¿Para qué? Lo que de verdad me gustaría ahora es salir con la peña y tomarnos unos vasos por Gaztambide. Lo que yo daría por un pincho de tortilla de patata con pimientos. Aunque, pensándolo bien, la ocasión es la ocasión, y a nadie le amarga un dulce. Las mujeres como Alyn follan por deporte, no buscan otra cosa. Me la imagino asidua de alguna de esas páginas de contactos en Internet, o de esas otras guarras. No me comprometería para nada. Pero no, Amaia no se merece que la engañe así, y menos con esa tipa. Apagaré el móvil y ya está». Está decidido, pero no lo hace. Al contrario, contesta al mensaje de Alyn, aunque disculpándose por no poder aceptar su amable ofrecimiento. Otra vez será, escribe, y termina insertando un emoticono que guiña y besa. «Estoy muerto de cansancio —se dice—, cuatro copas seguidas son muchas copas». Luego pone su móvil en modo avión y se duerme como un leño.

Al día siguiente, Jon no despierta hasta las nueve. El sol está alto y se filtra a través de las cortinas. Le duele la cabeza y le zumban los oídos. «¡Malditas copas!». Le hubiera gustado bajar al gimnasio y machacarse con las máquinas de fitness. «Hay que mantenerse en forma». Pero el dolor de cabeza lo está martirizando. Y los zumbidos también. «Debería volver al otorrino, desde la última vez la cosa ha ido a peor». Se toma una ración de analgésicos. Bebe agua mineral. «Unas brazadas en la piscina no estarían nada mal». Paseo. Comida. Sesión de cine y algo de cena. Algunos cigarrillos furtivos entre medias. Llamada a Amaia.

—¿Cuándo vienes, Jontxu?

—Muy pronto, cariño. Pero quiero la sorpresa, me dijiste que era para hoy.

—¡Ah! Vale, vale. Ahí va: en la delegación de la Lehendakaritza me dijeron que en la Cámara de Comercio de España en Shanghai necesitan a un intérprete de euskera. ¿Te das cuenta?

—Eso estaría genial. No sabes la alegría que me das.

—Y lo mejor de todo es que eché mi solicitud, y la han aceptado. Hoy recibí la notificación oficial. Ese empleo es para mí ¿Qué te parece? Por fin podremos estar todos juntos.

A Jon la noticia lo sobrepasa. Emocionado, solo acierta a preguntar:

—¿Por qué no me has dicho nada hasta ahora?

—Quería darte la sorpresa. Si no hubiese salido bien, te habrías disgustado.

—Pero ayer ya lo sabías, ¿no?

—Sí, pero no era oficial. Quería estar muy segura…

Jon pregunta por sus hijos.

—Hoy tienen partido. Están locos de alegría. Ya sabes cómo son.

Siguen hablando. Necesitarán una casa, un colegio para los niños y, en definitiva, planificar su nueva vida de familia expatriada.

Después de terminar la videoconferencia, Jon se da cuenta de que ha recibido tres mensajes de Alyn. Los borra sin abrirlos, sin vacilar, uno a uno. Está contento, se siente mejor que nunca. «Esto hay que celebrarlo. Bajaré al bar. Tomaré unas cervecitas».  

Al día siguiente, anuncian tormentas tropicales. Y a la tripulación de Jon le ha tocado test de alcoholemia.

—Comandante, ha sobrepasado la tasa permitida. No puede volar, tendrá que ser sustituido.

—No puede ser. ¡Que no se mueva nadie! Denme diez minutos y repitan el test, por favor. Ha sido el elixir bucal. Estoy seguro.

 Jon se va al lavabo. Mientras se enjuaga a conciencia ve su cara reflejada en el espejo. «Qué ojeras. Espero que esto se arregle así. Ha tenido que ser el elixir, las cervezas de anoche no creo». Luego regresa al área de control. Repite el test y sale limpio. «Menos mal. Si me pillan de verdad me cae un borrón en mi hoja de servicios. Precisamente ahora que todo empieza a pintarnos tan bien. Tengo que dejar de beber tanto. Desde ya, nada de gin-tonics».

—¿Todo bien, comandante? —pregunta Wela—. No te veo buena cara, ¿pasaste mala noche?

—Todo muy bien, Wela. Me siento estupendamente. Ya te contaré.

El pasaje embarca y el avión despega rumbo a Shanghai. Jon no se siente bien, le vuelven a zumbar los oídos. «No es nada, se me pasará». Le cede el control a Gao Cheng, su copiloto. Las turbulencias sacuden el avión. Están en medio de una tormenta. «No es nada, Gao Cheng podrá dominar la situación sin problemas, es ya un piloto experimentado».

El pasaje se inquieta.

 —Wela, haz todo lo posible por calmarlos. Y átate enseguida, te lo ordeno.

Las turbulencias siguen zarandeando el avión como si fuese un juguete.

—Confiemos en Jon. Él nos dijo que este avión es seguro —le dice Alyn a Andrew—, aunque no sé, porque él no es tan valiente como dice.

—Que Dios nos asista, estamos en manos de un tipo que bebe gin-tonics como si fuesen agua, y siempre bien cargados, Alyn.

Wela transmite la situación de emergencia, tratando de quitarle importancia:

—Por precaución, permanezcan en sus asientos hasta nuevo aviso y abróchense los cinturones. No se alarmen, todo está bajo control. Solo serán unos minutos. 

La indisposición de Jon empeora por momentos. A los zumbidos le ha seguido una sensación de vértigo angustioso, insoportable. Jon sigue indispuesto.

—Tenemos que salir de la tempestad. Intenta ganar altura —ordena Jon a Gao Cheng, haciendo un esfuerzo—. ¡Máxima potencia!

Un relámpago ciega a Gao Cheng. Está aterrado, rígido, aferrado a la palanca de control. El avión cabecea hacia arriba, superando los veinte grados de inclinación. Treinta, cincuenta, ochenta…

—¡¿Qué has hecho? ¡Nos vas a matar a todos, hijoputa! —grita Jon en un perfecto castellano.

Jon sabe que tiene que recuperar el control. La cabeza se le va, pero tiene que hacer algo y tiene que hacerlo ya. La aeronave ha perdido toda la sustentación y, si no se produce un milagro, caerá de cola irremediablemente en un viaje sin retorno. Lucha desesperadamente. Cierra los ojos y se arroja sobre Gao Cheng, así consigue que este suelte la palanca. Vuelve a su puesto, penosamente, e intenta hacerse con el aparato. Tiene que estabilizar la aeronave. Es preciso.

—Maite zaitut, Amaia, nahi dut! (1) —grita Jon—. Barkamena, Amaia, barka ezazu! (2)

(1) ¡Te quiero, Amaia, te amo!

(2) ¡Perdón, Amaia, perdóname!