Chapolas del cafetal
Era
de noche. Eduardo se deslizó por un rayo de luna hasta la casa. Vio su vieja
hamaca. Unas matas, plantadas en totumas, colgaban mecidas por la brisa a lo
largo del corredor. Su cuerpo ingrávido y dúctil como el humo las traspasó. La
ventana estaba entreabierta, olía a hogar. Se coló en la sala. Un retrato suyo,
enmarcado en nácar, destacaba entre los chécheres del aparador. Él lo miró.
«Así fui», dijo en un susurro. Cualquiera
lo hubiese confundido con el viento. Ciertamente había sido un gran tipo,
moldeado con el barro de las cuatro razas que pueblan el continente sur: ojos
verdes, tez morena, cabello crespo y sonrisa amplia bajo un bigote espeso y
negro. También vio la foto de Blanca, su viuda. «Cómo la extraño, mami». Y más
allá las de sus hijos y nietos. «Ay, tan lindos».
Su
cuerpo de éter emitía una luz tenue. Vio una puerta abierta. «Ahí duermen los
niños». La que fue su alcoba estaba cerrada. Blanca estaría al otro lado. Quiso
abrir para poder estar junto a ella, pero no fue capaz. Deseaba acariciarla,
aunque fuese no más que con los ojos de su espíritu inquieto. Tenía que abrir
aquella puerta, ¿pero cómo? Reunió todas sus energías y se lanzó sobre la
manija, mas no cedió, solo consiguió que la hoja temblara levemente,
tableteando en el marco, como si el viento la hubiera sacudido. Contrariado, se
dirigió a la pequeña alcoba de sus nietos.
Miriam
y Eduito, sus dos nietos más chicos,
estaban en la cama. «¡Estos culicagaditos!,
como siempre, con los pies destapados». Respiraban acompasadamente, dormían con
la paz de las almas cándidas. La cobija en el suelo. La hubiera tomado con sus
manos de aire y habría cubierto aquellos pies, pero no pudo. Quiso besar a los
niños, y puso tanto afán que desde sus labios volaron hasta las frentes de sus
nietos dos mariposas, chapolas del cafetal.
Después
salió de la casa, igual que entró, por la ventana. Pronto amanecería, tenía que
volver al lugar de donde vino. Cada noche de luna llena, vendría deslizándose
por los pálidos rayos y los treparía para regresar. Al traspasar de nuevo las
matas, las regó con sus lágrimas. «Lo peor de todo es la soledad».
El
gallo cantó, y el sol prendió la luz del trópico. Blanca ya tenía todo preparado
sobre la mesa para el desayuno. Sus pequeñas manos, ligeras como pájaros, se
afanaban en organizar la cocina. Calzaba chanclas. No hacía mucho que su pelo
negro había comenzado a encanecer. Lo llevaba recogido en un pañuelo gris claro,
adornado con flores amarillas estampadas, que hacía juego con la bata. Y, a
pesar de los pesares, seguía sintiéndose una mujer hermosa.
—¡Vengan,
bebitos, párense de la cama ya! ¡No se emperecen tanto y vayan al baño!
¡Lávense bien las orejas y las manos, y apúrense que les tengo listas unas
arepitas, huevos pericos, y aguapanelita!
¡¿Vienen ya, sí o qué?! —apremió Blanca a sus nietecitos.
«¡Ay,
mi Dios!, espero que no se demoren con la recolección, miren que dejarme sola
con los niños. El trabajo es duro, ¡sí!, pero en las noches la pasarán bien
rico, harán recocha, y hasta tomarán unos traguitos, ¡sí, señor! Si Eduardo
viviera, yo estaría con él allí», dijo para sí a viva voz.
—¡Eduito, ¿a qué tanta bulla, mi
hijito?! ¡Miriam, amor, vengan ya!
A
Eduito y a Miriam les brillaba el pelo tan húmedo como lo traían. Les
resplandecía la cara y tenían una sonrisa inmaculada, aunque a él se le veía
una mella; era apenas dos años menor que la niña y todavía estaba en tiempo de
muda.
—Abuela:
anoche vino el abuelo. ¡Sí!, y nos cobijó los pies.
—Y
nos dio un beso —añadió Miriam.
—¿Y
no me confundirían a mí con él?, porque anoche, como otras muchas, fui y los
cobijé.
Los tres se sentaron.
—¡Delicioso, abuela! —agradeció Miriam.
—Dicen
que los muertos no regresan. Viven en el recuerdo de los vivos. Lo que creen
que vieron anoche solo fue un sueño. Seguramente, el abuelo estará en el cielo
donde nos estará esperando —explicó Blanca con cierta gravedad.
Los
niños encogieron los hombros y cruzaron sus miradas. «Los mayores nunca creen».
Se levantaron, y cargando sus mochilas
salieron al trote para la escuela de Pueblito Lindo. Blanca quedó sola. Desde
una ventana los miró en la lejanía, sintió un nudo en la garganta, y se enjugó
una lágrima con el dorso de la mano. Tendió las camas, ordenó la sala, y más
tarde, cuando la olla del sancocho borbotaba: «Hum, ¡qué bien huele! ¿Y si fuese cierto? La gallina y el mondongo
ya están listos, ahí van el plátano y la yuca. Y si él viniera alguna noche. Seguro
que se desazonaría al encontrar mi puerta cerrada. Ahorita unas papas y el ñame.
Digan lo que digan puede que los niños lo vieran, o lo sintieran. Y una mazorca
bien cortada. Es muy raro que los dos soñaran lo mismo. Frijoles, arvejas,
cebolla y ajo. Pero los niños, ya se sabe. Un poquito de pimienta. Su mundo está hecho de fantasía. Que no falte
el cilantro. Mira que si las cosas que
contaba mi abuela de su tatarabuela fueran ciertas. Ni el ají. Decía que
hablaba el swahili».
Se
oyó el trino de un turpial.
Ella
sonrío al escucharlo. Miró a través de la ventana. «Tienes razón, pajarito, desde
hoy dejaré la puerta entreabierta».
Blanca
lo esperó cada noche. «¿Esperar, para qué?». Eduardo no llegaba. Y Así fue
hasta el siguiente plenilunio. Aquella noche, ella sintió el impulso de ir hasta
la sala. Encima del aparador, colgada de la pared, estaba la guitarra de
Eduardo. La miró como si la viera por primera vez. «Le encantaba tocar, ¡con
que gusto cantaba aquellas canciones mexicanas!». Se puso de puntillas y
alcanzó la guitarra, la estrechó amorosamente contra su pecho, salió al
corredor y se sentó en la hamaca. Sus pies descalzos impulsaron un muelle
balanceo, y así, en ese dulce vaivén, cerró los ojos y muy bajito comenzó a
cantar: ¿Adónde
irá, veloz y fatigada, la golondrina que de aquí se va?..
Dos
chapolas amarillas se descolgaron de lo alto y tras un vuelo caprichoso se
posaron en la frente de Blanca, que sintió la acaricia de una brisa tibia. Era
como estar junto a él, viviendo todavía aquel amor hecho de miradas y risas cómplices, de besos y caricias, de
sudores y sueños compartidos. Las flores de las matas
olían más que nunca. Inspiró hasta llenar sus pulmones. Luego expiró, hasta
quedar vacía. Soledad. «Ha sido solo un
momento de embeleso, nada más, ¡ay!, no puede ser otra cosa, mujer, no te
engañes». Blanca siguió tendida en la hamaca. Y al cabo de un rato se durmió
abrazada a la guitarra de Eduardo. Por si
en el viento se hallara extraviada buscando abrigo y no lo encontrara… Soñaba
con su amado, que le cantaba muy suave y al oído. Junto a mi lecho le pondré su nido… Y siguió soñando, embargada por
el deseo de que su sueño nunca terminase. La noche era fría. La luna brillaba
en lo alto, grande, muy grande. Y, cuando Eduardo se deslizaba, una vez más,
por el rayo que bajaba hasta la casa, sopló una brisa fría desde la sierra que
heló el pecho de Blanca. Entonces, su espíritu enamorado escapó de su cuerpo, que
quedó inerte en la hamaca, abrazado a la guitarra, el rostro sereno y sonriente.
«Al fin libre». Eduardo la esperaba enredado entre las matas. «Hasta pronto,
bebitos. No nos olviden nunca». Aquella noche, alguien vio volar dos mariposas
blancas, grandes como el cóndor, rumbo al Cielo.