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miércoles, 18 de octubre de 2023


El Pórtico de la Gloria

En la catedral de Santiago de Compostela podemos admirar el asombroso Pórtico de la Gloria, obra cumbre del arte románico, una joya que nos legó el medievo, así que por esto  me ha parecido oportuno elegirlo para ilustrar este escrito, además de por ser uno de los muchos escenarios en los que se desarrolla mi reciente novela Galdius Iusticie de la que hoy quiero hablaros.

            Ya está terminada y revisada, limpia y aseada para comenzar su andadura hacia las editoriales. Espero que, no tardando mucho, alguna decida publicarla. Tengo fe ciega en que así será, con la ayuda inestimable de Amalia Sánchez, que me ha aceptado como uno de los autores representados por ella.

            Ahí os dejo el enlace de la página en la que aparezco exponiendo mi breve currículum como escritor:

José María Sanchez-Bustos Cobaleda (heraediciones.es)

sábado, 7 de octubre de 2023


 

                                                       Chapolas del cafetal

Era de noche. Eduardo se deslizó por un rayo de luna hasta la casa. Vio su vieja hamaca. Unas matas, plantadas en totumas, colgaban mecidas por la brisa a lo largo del corredor. Su cuerpo ingrávido y dúctil como el humo las traspasó. La ventana estaba entreabierta, olía a hogar. Se coló en la sala. Un retrato suyo, enmarcado en nácar, destacaba entre los chécheres del aparador. Él lo miró. «Así fui»,  dijo en un susurro. Cualquiera lo hubiese confundido con el viento. Ciertamente había sido un gran tipo, moldeado con el barro de las cuatro razas que pueblan el continente sur: ojos verdes, tez morena, cabello crespo y sonrisa amplia bajo un bigote espeso y negro. También vio la foto de Blanca, su viuda. «Cómo la extraño, mami». Y más allá las de sus hijos y nietos. «Ay, tan lindos».

Su cuerpo de éter emitía una luz tenue. Vio una puerta abierta. «Ahí duermen los niños». La que fue su alcoba estaba cerrada. Blanca estaría al otro lado. Quiso abrir para poder estar junto a ella, pero no fue capaz. Deseaba acariciarla, aunque fuese no más que con los ojos de su espíritu inquieto. Tenía que abrir aquella puerta, ¿pero cómo? Reunió todas sus energías y se lanzó sobre la manija, mas no cedió, solo consiguió que la hoja temblara levemente, tableteando en el marco, como si el viento la hubiera sacudido. Contrariado, se dirigió a la pequeña alcoba de sus nietos.

Miriam y Eduito, sus dos nietos más chicos, estaban en la cama. «¡Estos culicagaditos!, como siempre, con los pies destapados». Respiraban acompasadamente, dormían con la paz de las almas cándidas. La cobija en el suelo. La hubiera tomado con sus manos de aire y habría cubierto aquellos pies, pero no pudo. Quiso besar a los niños, y puso tanto afán que desde sus labios volaron hasta las frentes de sus nietos dos mariposas, chapolas del cafetal.

Después salió de la casa, igual que entró, por la ventana. Pronto amanecería, tenía que volver al lugar de donde vino. Cada noche de luna llena, vendría deslizándose por los pálidos rayos y los treparía para regresar. Al traspasar de nuevo las matas, las regó con sus lágrimas. «Lo peor de todo es la soledad».

El gallo cantó, y el sol prendió la luz del trópico. Blanca ya tenía todo preparado sobre la mesa para el desayuno. Sus pequeñas manos, ligeras como pájaros, se afanaban en organizar la cocina. Calzaba chanclas. No hacía mucho que su pelo negro había comenzado a encanecer. Lo llevaba recogido en un pañuelo gris claro, adornado con flores amarillas estampadas, que hacía juego con la bata. Y, a pesar de los pesares, seguía sintiéndose una mujer hermosa.

—¡Vengan, bebitos, párense de la cama ya! ¡No se emperecen tanto y vayan al baño! ¡Lávense bien las orejas y las manos, y apúrense que les tengo listas unas arepitas, huevos pericos, y aguapanelita! ¡¿Vienen ya, sí o qué?! —apremió Blanca a sus nietecitos.

«¡Ay, mi Dios!, espero que no se demoren con la recolección, miren que dejarme sola con los niños. El trabajo es duro, ¡sí!, pero en las noches la pasarán bien rico, harán recocha, y hasta tomarán unos traguitos, ¡sí, señor! Si Eduardo viviera, yo estaría con él allí», dijo para sí a viva voz.

            —¡Eduito, ¿a qué tanta bulla, mi hijito?! ¡Miriam, amor, vengan ya!

A Eduito y a Miriam les brillaba el pelo tan húmedo como lo traían. Les resplandecía la cara y tenían una sonrisa inmaculada, aunque a él se le veía una mella; era apenas dos años menor que la niña y todavía estaba en tiempo de muda.    

—Abuela: anoche vino el abuelo. ¡Sí!, y nos cobijó los pies.

—Y nos dio un beso —añadió Miriam.

—¿Y no me confundirían a mí con él?, porque anoche, como otras muchas, fui y los cobijé.

 Los tres se sentaron.

 —¡Delicioso, abuela! —agradeció Miriam.

—Dicen que los muertos no regresan. Viven en el recuerdo de los vivos. Lo que creen que vieron anoche solo fue un sueño. Seguramente, el abuelo estará en el cielo donde nos estará esperando —explicó Blanca con cierta gravedad.

            Los niños encogieron los hombros y cruzaron sus miradas. «Los mayores nunca creen».

 Se levantaron, y cargando sus mochilas salieron al trote para la escuela de Pueblito Lindo. Blanca quedó sola. Desde una ventana los miró en la lejanía, sintió un nudo en la garganta, y se enjugó una lágrima con el dorso de la mano. Tendió las camas, ordenó la sala, y más tarde, cuando la olla del sancocho borbotaba: «Hum, ¡qué bien huele! ¿Y si fuese cierto? La gallina y el mondongo ya están listos, ahí van el plátano y la yuca. Y si él viniera alguna noche. Seguro que se desazonaría al encontrar mi puerta cerrada. Ahorita unas papas y el ñame. Digan lo que digan puede que los niños lo vieran, o lo sintieran. Y una mazorca bien cortada. Es muy raro que los dos soñaran lo mismo. Frijoles, arvejas, cebolla y ajo. Pero los niños, ya se sabe. Un poquito de pimienta.  Su mundo está hecho de fantasía. Que no falte el cilantro.  Mira que si las cosas que contaba mi abuela de su tatarabuela fueran ciertas. Ni el ají. Decía que hablaba el swahili».

Se oyó el trino de un turpial.

Ella sonrío al escucharlo. Miró a través de la ventana. «Tienes razón, pajarito, desde hoy dejaré la puerta entreabierta».

Blanca lo esperó cada noche. «¿Esperar, para qué?». Eduardo no llegaba. Y Así fue hasta el siguiente plenilunio. Aquella noche, ella sintió el impulso de ir hasta la sala. Encima del aparador, colgada de la pared, estaba la guitarra de Eduardo. La miró como si la viera por primera vez. «Le encantaba tocar, ¡con que gusto cantaba aquellas canciones mexicanas!». Se puso de puntillas y alcanzó la guitarra, la estrechó amorosamente contra su pecho, salió al corredor y se sentó en la hamaca. Sus pies descalzos impulsaron un muelle balanceo, y así, en ese dulce vaivén, cerró los ojos y muy bajito comenzó a cantar: ¿Adónde irá, veloz y fatigada, la golondrina que de aquí se va?..

Dos chapolas amarillas se descolgaron de lo alto y tras un vuelo caprichoso se posaron en la frente de Blanca, que sintió la acaricia de una brisa tibia. Era como estar junto a él, viviendo todavía aquel amor hecho de miradas y risas cómplices, de besos y caricias, de sudores y sueños compartidos. Las flores de las matas olían más que nunca. Inspiró hasta llenar sus pulmones. Luego expiró, hasta quedar vacía. Soledad.  «Ha sido solo un momento de embeleso, nada más, ¡ay!, no puede ser otra cosa, mujer, no te engañes». Blanca siguió tendida en la hamaca. Y al cabo de un rato se durmió abrazada a la guitarra de Eduardo. Por si en el viento se hallara extraviada buscando abrigo y no lo encontrara… Soñaba con su amado, que le cantaba muy suave y al oído. Junto a mi lecho le pondré su nido… Y siguió soñando, embargada por el deseo de que su sueño nunca terminase. La noche era fría. La luna brillaba en lo alto, grande, muy grande. Y, cuando Eduardo se deslizaba, una vez más, por el rayo que bajaba hasta la casa, sopló una brisa fría desde la sierra que heló el pecho de Blanca. Entonces, su espíritu enamorado escapó de su cuerpo, que quedó inerte en la hamaca, abrazado a la guitarra, el rostro sereno y sonriente. «Al fin libre». Eduardo la esperaba enredado entre las matas. «Hasta pronto, bebitos. No nos olviden nunca». Aquella noche, alguien vio volar dos mariposas blancas, grandes como el cóndor, rumbo al Cielo. 


lunes, 2 de octubre de 2023

¿Qué es un sinvivir, mamá?

 

—¿Qué es un sinvivir, mamá? —Preguntó Lolo, lanzando pataditas al aire desde la sillita de seguridad anclada en el asiento trasero del coche.

            —¡Qué cosas preguntas! ¿De dónde has sacado tú eso, tesoro?

            —Papá lo dijo. ¿Qué quiere decir, mamá?

            —No lo sé, Lolo. Será mejor que se lo preguntes a él, ¿no te parece?

            —¡Uf!, vale —dijo resignado el niño.

            Como muchos otros días, estaban en un atasco, justo debajo de las arcadas que hay en la Avenida de la Ilustración. Lolo estaba seguro de que aquello era la osamenta de un inmenso dinosaurio. Un megamadrisaurio, eso es lo que era, ¡sí! Pero no era un dinosaurio cualquiera, no. Era el más grande y el más fuerte de todos en toda la historia del mundo mundial. El rey de todos los dinosaurios. Y el otro esqueleto, el de al lado, sería el de su mujer, la megamadrisauria. ¡Qué interesante! Seguro que pondría unos huevos enormes, tan grandes como un camión, o más.

            Lolo dejó de pensar en los megamadrisaurios y se puso a mirar las nubes. Era uno de esos días en que la luz se empeña en ponerle color al cielo.

            —Mamá: hoy es un día de colorines. ¿Has visto?

            —Sí, tesoro. Es un día precioso.

            Luego se dedicó a observar  a los conductores de los coches cercanos. Los veía desde lo alto, a salvo de miradas tras el cristal tintado. Se sentía seguro. Aquello era mejor que ser invisible. Era como tener superpoderes, igual que los superhéroes. ¡Qué guay!

            —¡Mamá, mamá!, ese señor se está metiendo el dedo en la nariz, ¡mira, mira qué cochino!

            —Anda no seas fisgón.

            —Se ha sacado un bicho, y lo está mirando, mamá.

            —Vaya, y ahora me dirás que se lo come —dijo la madre con cierto desdén.

            En la selva hay tribus salvajes que comen cosas peores, pensó Lolo. Comen hormigas, gusanos, arañas… no, no, arañas no, que son venenosas. Si te pican en la barriga te puedes morir, o quedarte tonto que es mucho peor que morirse.

            Volvió a fijarse en las nubes, brillantes, de mil colores. Y volvió a pensar en los dinosaurios. Seguro que la piel de los megamadrisaurios era de colorines, sí, como las nubes.

            Llegaron al colegio de Lolo a punto de dar la hora de entrada. La madre paró el coche en doble fila. El coche, de enormes proporciones, obstruía toda la calzada. La madre se apeó envuelta por una sinfonía de claxon, y tapándose los oídos se aproximó a la puerta trasera de su coche, la abrió y ayudó a bajar al niño.  Luego lo acompañó hasta la entrada, aguantando los bocinazos e improperios de los conductores indignados. Así debía de ser el ruido en las batallas. Aquellos hombres malos no querían a su mamá. ¡Qué cabrones!, esto hubiera dicho su papá.    

            La madre volvió al coche y emprendió el camino del trabajo en unos juzgados que hay por Arturo Soria. Unas oficinas cutres y desbordadas, en las que ya no cabía ni un legajo más. ¿Qué se le ocurriría a Lolo si las viese?

            A las cinco de la tarde la madre paso por el colegio a recoger a Lolo. Lo acomodó en su sillita de seguridad y luego se puso al volante.

            —¿Todo bien, tesoro?

            Lolo, no contestó, casi nunca solía hacerlo.

            —Mami, mira que barrigonchi tiene ese señor. ¡Como el abuelo!

            —¡Mira que te fijas en unas cosas, hijo!

            —El abuelo dice que tiene esa barrigota porque ahí tiene guardados todos los cuentos.

            —¿Sí?

            —Sí.

            Al llegar a casa, lo primero que hizo Lolo fue preguntar por su padre.

            —No vendrá hasta el viernes por la noche, si es que viene. Pero seguro que el sábado estará con nosotros, tesoro.

            —¡Jo, mamá! Yo quiero que esté siempre con nosotros.

            —Pero, hijo, él tiene que viajar. Es su trabajo.

            —Y ¿por qué, mamá?

            —Para ganar dinerito, cielo.

            Lolo alzó los hombros, un mohín habitual en él. Luego se puso a dibujar una casa, y después miró por la ventana para ver cómo el sol se ocultaba tras los riscos de Guadarrama, arrastrando la oscuridad desde el oriente sobre un Madrid que bostezaba.