—¿Qué es un sinvivir, mamá? —Preguntó Lolo, lanzando pataditas al aire desde
la sillita de seguridad anclada en el asiento trasero del coche.
—¡Qué cosas preguntas! ¿De
dónde has sacado tú eso, tesoro?
—Papá lo dijo. ¿Qué quiere
decir, mamá?
—No lo sé, Lolo. Será
mejor que se lo preguntes a él, ¿no te parece?
—¡Uf!, vale —dijo
resignado el niño.
Como muchos otros días, estaban
en un atasco, justo debajo de las arcadas que hay en la Avenida de la
Ilustración. Lolo estaba seguro de que aquello era la osamenta de un inmenso
dinosaurio. Un megamadrisaurio, eso es lo que era, ¡sí! Pero no era un
dinosaurio cualquiera, no. Era el más grande y el más fuerte de todos en toda
la historia del mundo mundial. El rey de todos los dinosaurios. Y el otro
esqueleto, el de al lado, sería el de su mujer, la megamadrisauria. ¡Qué interesante!
Seguro que pondría unos huevos enormes, tan grandes como un camión, o más.
Lolo dejó de pensar en los
megamadrisaurios y se puso a mirar las nubes. Era uno de esos días en que la
luz se empeña en ponerle color al cielo.
—Mamá: hoy es un día de
colorines. ¿Has visto?
—Sí, tesoro. Es un día
precioso.
Luego se dedicó a observar a los conductores de los coches cercanos. Los
veía desde lo alto, a salvo de miradas tras el cristal tintado. Se sentía
seguro. Aquello era mejor que ser invisible. Era como tener superpoderes, igual
que los superhéroes. ¡Qué guay!
—¡Mamá, mamá!, ese señor
se está metiendo el dedo en la nariz, ¡mira, mira qué cochino!
—Anda no seas fisgón.
—Se ha sacado un bicho, y
lo está mirando, mamá.
—Vaya, y ahora me dirás
que se lo come —dijo la madre con cierto desdén.
En la selva hay tribus
salvajes que comen cosas peores, pensó Lolo. Comen hormigas, gusanos, arañas…
no, no, arañas no, que son venenosas. Si te pican en la barriga te puedes
morir, o quedarte tonto que es mucho peor que morirse.
Volvió a fijarse en las
nubes, brillantes, de mil colores. Y volvió a pensar en los dinosaurios. Seguro
que la piel de los megamadrisaurios era de colorines, sí, como las nubes.
Llegaron al colegio de
Lolo a punto de dar la hora de entrada. La madre paró el coche en doble fila.
El coche, de enormes proporciones, obstruía toda la calzada. La madre se apeó
envuelta por una sinfonía de claxon, y tapándose los oídos se aproximó a la
puerta trasera de su coche, la abrió y ayudó a bajar al niño. Luego lo acompañó hasta la entrada, aguantando
los bocinazos e improperios de los conductores indignados. Así debía de ser el
ruido en las batallas. Aquellos hombres malos no querían a su mamá. ¡Qué
cabrones!, esto hubiera dicho su papá.
La madre volvió al coche y
emprendió el camino del trabajo en unos juzgados que hay por Arturo Soria. Unas
oficinas cutres y desbordadas, en las que ya no cabía ni un legajo más. ¿Qué se
le ocurriría a Lolo si las viese?
A las cinco de la tarde la
madre paso por el colegio a recoger a Lolo. Lo acomodó en su sillita de
seguridad y luego se puso al volante.
—¿Todo bien, tesoro?
Lolo, no contestó, casi
nunca solía hacerlo.
—Mami, mira que
barrigonchi tiene ese señor. ¡Como el abuelo!
—¡Mira que te fijas en
unas cosas, hijo!
—El abuelo dice que tiene
esa barrigota porque ahí tiene guardados todos los cuentos.
—¿Sí?
—Sí.
Al llegar a casa, lo
primero que hizo Lolo fue preguntar por su padre.
—No vendrá hasta el viernes
por la noche, si es que viene. Pero seguro que el sábado estará con nosotros,
tesoro.
—¡Jo, mamá! Yo quiero que
esté siempre con nosotros.
—Pero, hijo, él tiene que
viajar. Es su trabajo.
—Y ¿por qué, mamá?
—Para ganar dinerito,
cielo.
Lolo alzó los hombros, un mohín habitual en él. Luego se puso a dibujar una casa, y después miró por la ventana para ver cómo el sol se ocultaba tras los riscos de Guadarrama, arrastrando la oscuridad desde el oriente sobre un Madrid que bostezaba.
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