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lunes, 2 de octubre de 2023

¿Qué es un sinvivir, mamá?

 

—¿Qué es un sinvivir, mamá? —Preguntó Lolo, lanzando pataditas al aire desde la sillita de seguridad anclada en el asiento trasero del coche.

            —¡Qué cosas preguntas! ¿De dónde has sacado tú eso, tesoro?

            —Papá lo dijo. ¿Qué quiere decir, mamá?

            —No lo sé, Lolo. Será mejor que se lo preguntes a él, ¿no te parece?

            —¡Uf!, vale —dijo resignado el niño.

            Como muchos otros días, estaban en un atasco, justo debajo de las arcadas que hay en la Avenida de la Ilustración. Lolo estaba seguro de que aquello era la osamenta de un inmenso dinosaurio. Un megamadrisaurio, eso es lo que era, ¡sí! Pero no era un dinosaurio cualquiera, no. Era el más grande y el más fuerte de todos en toda la historia del mundo mundial. El rey de todos los dinosaurios. Y el otro esqueleto, el de al lado, sería el de su mujer, la megamadrisauria. ¡Qué interesante! Seguro que pondría unos huevos enormes, tan grandes como un camión, o más.

            Lolo dejó de pensar en los megamadrisaurios y se puso a mirar las nubes. Era uno de esos días en que la luz se empeña en ponerle color al cielo.

            —Mamá: hoy es un día de colorines. ¿Has visto?

            —Sí, tesoro. Es un día precioso.

            Luego se dedicó a observar  a los conductores de los coches cercanos. Los veía desde lo alto, a salvo de miradas tras el cristal tintado. Se sentía seguro. Aquello era mejor que ser invisible. Era como tener superpoderes, igual que los superhéroes. ¡Qué guay!

            —¡Mamá, mamá!, ese señor se está metiendo el dedo en la nariz, ¡mira, mira qué cochino!

            —Anda no seas fisgón.

            —Se ha sacado un bicho, y lo está mirando, mamá.

            —Vaya, y ahora me dirás que se lo come —dijo la madre con cierto desdén.

            En la selva hay tribus salvajes que comen cosas peores, pensó Lolo. Comen hormigas, gusanos, arañas… no, no, arañas no, que son venenosas. Si te pican en la barriga te puedes morir, o quedarte tonto que es mucho peor que morirse.

            Volvió a fijarse en las nubes, brillantes, de mil colores. Y volvió a pensar en los dinosaurios. Seguro que la piel de los megamadrisaurios era de colorines, sí, como las nubes.

            Llegaron al colegio de Lolo a punto de dar la hora de entrada. La madre paró el coche en doble fila. El coche, de enormes proporciones, obstruía toda la calzada. La madre se apeó envuelta por una sinfonía de claxon, y tapándose los oídos se aproximó a la puerta trasera de su coche, la abrió y ayudó a bajar al niño.  Luego lo acompañó hasta la entrada, aguantando los bocinazos e improperios de los conductores indignados. Así debía de ser el ruido en las batallas. Aquellos hombres malos no querían a su mamá. ¡Qué cabrones!, esto hubiera dicho su papá.    

            La madre volvió al coche y emprendió el camino del trabajo en unos juzgados que hay por Arturo Soria. Unas oficinas cutres y desbordadas, en las que ya no cabía ni un legajo más. ¿Qué se le ocurriría a Lolo si las viese?

            A las cinco de la tarde la madre paso por el colegio a recoger a Lolo. Lo acomodó en su sillita de seguridad y luego se puso al volante.

            —¿Todo bien, tesoro?

            Lolo, no contestó, casi nunca solía hacerlo.

            —Mami, mira que barrigonchi tiene ese señor. ¡Como el abuelo!

            —¡Mira que te fijas en unas cosas, hijo!

            —El abuelo dice que tiene esa barrigota porque ahí tiene guardados todos los cuentos.

            —¿Sí?

            —Sí.

            Al llegar a casa, lo primero que hizo Lolo fue preguntar por su padre.

            —No vendrá hasta el viernes por la noche, si es que viene. Pero seguro que el sábado estará con nosotros, tesoro.

            —¡Jo, mamá! Yo quiero que esté siempre con nosotros.

            —Pero, hijo, él tiene que viajar. Es su trabajo.

            —Y ¿por qué, mamá?

            —Para ganar dinerito, cielo.

            Lolo alzó los hombros, un mohín habitual en él. Luego se puso a dibujar una casa, y después miró por la ventana para ver cómo el sol se ocultaba tras los riscos de Guadarrama, arrastrando la oscuridad desde el oriente sobre un Madrid que bostezaba.

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