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miércoles, 18 de octubre de 2023


El Pórtico de la Gloria

En la catedral de Santiago de Compostela podemos admirar el asombroso Pórtico de la Gloria, obra cumbre del arte románico, una joya que nos legó el medievo, así que por esto  me ha parecido oportuno elegirlo para ilustrar este escrito, además de por ser uno de los muchos escenarios en los que se desarrolla mi reciente novela Galdius Iusticie de la que hoy quiero hablaros.

            Ya está terminada y revisada, limpia y aseada para comenzar su andadura hacia las editoriales. Espero que, no tardando mucho, alguna decida publicarla. Tengo fe ciega en que así será, con la ayuda inestimable de Amalia Sánchez, que me ha aceptado como uno de los autores representados por ella.

            Ahí os dejo el enlace de la página en la que aparezco exponiendo mi breve currículum como escritor:

José María Sanchez-Bustos Cobaleda (heraediciones.es)

sábado, 7 de octubre de 2023


 

                                                       Chapolas del cafetal

Era de noche. Eduardo se deslizó por un rayo de luna hasta la casa. Vio su vieja hamaca. Unas matas, plantadas en totumas, colgaban mecidas por la brisa a lo largo del corredor. Su cuerpo ingrávido y dúctil como el humo las traspasó. La ventana estaba entreabierta, olía a hogar. Se coló en la sala. Un retrato suyo, enmarcado en nácar, destacaba entre los chécheres del aparador. Él lo miró. «Así fui»,  dijo en un susurro. Cualquiera lo hubiese confundido con el viento. Ciertamente había sido un gran tipo, moldeado con el barro de las cuatro razas que pueblan el continente sur: ojos verdes, tez morena, cabello crespo y sonrisa amplia bajo un bigote espeso y negro. También vio la foto de Blanca, su viuda. «Cómo la extraño, mami». Y más allá las de sus hijos y nietos. «Ay, tan lindos».

Su cuerpo de éter emitía una luz tenue. Vio una puerta abierta. «Ahí duermen los niños». La que fue su alcoba estaba cerrada. Blanca estaría al otro lado. Quiso abrir para poder estar junto a ella, pero no fue capaz. Deseaba acariciarla, aunque fuese no más que con los ojos de su espíritu inquieto. Tenía que abrir aquella puerta, ¿pero cómo? Reunió todas sus energías y se lanzó sobre la manija, mas no cedió, solo consiguió que la hoja temblara levemente, tableteando en el marco, como si el viento la hubiera sacudido. Contrariado, se dirigió a la pequeña alcoba de sus nietos.

Miriam y Eduito, sus dos nietos más chicos, estaban en la cama. «¡Estos culicagaditos!, como siempre, con los pies destapados». Respiraban acompasadamente, dormían con la paz de las almas cándidas. La cobija en el suelo. La hubiera tomado con sus manos de aire y habría cubierto aquellos pies, pero no pudo. Quiso besar a los niños, y puso tanto afán que desde sus labios volaron hasta las frentes de sus nietos dos mariposas, chapolas del cafetal.

Después salió de la casa, igual que entró, por la ventana. Pronto amanecería, tenía que volver al lugar de donde vino. Cada noche de luna llena, vendría deslizándose por los pálidos rayos y los treparía para regresar. Al traspasar de nuevo las matas, las regó con sus lágrimas. «Lo peor de todo es la soledad».

El gallo cantó, y el sol prendió la luz del trópico. Blanca ya tenía todo preparado sobre la mesa para el desayuno. Sus pequeñas manos, ligeras como pájaros, se afanaban en organizar la cocina. Calzaba chanclas. No hacía mucho que su pelo negro había comenzado a encanecer. Lo llevaba recogido en un pañuelo gris claro, adornado con flores amarillas estampadas, que hacía juego con la bata. Y, a pesar de los pesares, seguía sintiéndose una mujer hermosa.

—¡Vengan, bebitos, párense de la cama ya! ¡No se emperecen tanto y vayan al baño! ¡Lávense bien las orejas y las manos, y apúrense que les tengo listas unas arepitas, huevos pericos, y aguapanelita! ¡¿Vienen ya, sí o qué?! —apremió Blanca a sus nietecitos.

«¡Ay, mi Dios!, espero que no se demoren con la recolección, miren que dejarme sola con los niños. El trabajo es duro, ¡sí!, pero en las noches la pasarán bien rico, harán recocha, y hasta tomarán unos traguitos, ¡sí, señor! Si Eduardo viviera, yo estaría con él allí», dijo para sí a viva voz.

            —¡Eduito, ¿a qué tanta bulla, mi hijito?! ¡Miriam, amor, vengan ya!

A Eduito y a Miriam les brillaba el pelo tan húmedo como lo traían. Les resplandecía la cara y tenían una sonrisa inmaculada, aunque a él se le veía una mella; era apenas dos años menor que la niña y todavía estaba en tiempo de muda.    

—Abuela: anoche vino el abuelo. ¡Sí!, y nos cobijó los pies.

—Y nos dio un beso —añadió Miriam.

—¿Y no me confundirían a mí con él?, porque anoche, como otras muchas, fui y los cobijé.

 Los tres se sentaron.

 —¡Delicioso, abuela! —agradeció Miriam.

—Dicen que los muertos no regresan. Viven en el recuerdo de los vivos. Lo que creen que vieron anoche solo fue un sueño. Seguramente, el abuelo estará en el cielo donde nos estará esperando —explicó Blanca con cierta gravedad.

            Los niños encogieron los hombros y cruzaron sus miradas. «Los mayores nunca creen».

 Se levantaron, y cargando sus mochilas salieron al trote para la escuela de Pueblito Lindo. Blanca quedó sola. Desde una ventana los miró en la lejanía, sintió un nudo en la garganta, y se enjugó una lágrima con el dorso de la mano. Tendió las camas, ordenó la sala, y más tarde, cuando la olla del sancocho borbotaba: «Hum, ¡qué bien huele! ¿Y si fuese cierto? La gallina y el mondongo ya están listos, ahí van el plátano y la yuca. Y si él viniera alguna noche. Seguro que se desazonaría al encontrar mi puerta cerrada. Ahorita unas papas y el ñame. Digan lo que digan puede que los niños lo vieran, o lo sintieran. Y una mazorca bien cortada. Es muy raro que los dos soñaran lo mismo. Frijoles, arvejas, cebolla y ajo. Pero los niños, ya se sabe. Un poquito de pimienta.  Su mundo está hecho de fantasía. Que no falte el cilantro.  Mira que si las cosas que contaba mi abuela de su tatarabuela fueran ciertas. Ni el ají. Decía que hablaba el swahili».

Se oyó el trino de un turpial.

Ella sonrío al escucharlo. Miró a través de la ventana. «Tienes razón, pajarito, desde hoy dejaré la puerta entreabierta».

Blanca lo esperó cada noche. «¿Esperar, para qué?». Eduardo no llegaba. Y Así fue hasta el siguiente plenilunio. Aquella noche, ella sintió el impulso de ir hasta la sala. Encima del aparador, colgada de la pared, estaba la guitarra de Eduardo. La miró como si la viera por primera vez. «Le encantaba tocar, ¡con que gusto cantaba aquellas canciones mexicanas!». Se puso de puntillas y alcanzó la guitarra, la estrechó amorosamente contra su pecho, salió al corredor y se sentó en la hamaca. Sus pies descalzos impulsaron un muelle balanceo, y así, en ese dulce vaivén, cerró los ojos y muy bajito comenzó a cantar: ¿Adónde irá, veloz y fatigada, la golondrina que de aquí se va?..

Dos chapolas amarillas se descolgaron de lo alto y tras un vuelo caprichoso se posaron en la frente de Blanca, que sintió la acaricia de una brisa tibia. Era como estar junto a él, viviendo todavía aquel amor hecho de miradas y risas cómplices, de besos y caricias, de sudores y sueños compartidos. Las flores de las matas olían más que nunca. Inspiró hasta llenar sus pulmones. Luego expiró, hasta quedar vacía. Soledad.  «Ha sido solo un momento de embeleso, nada más, ¡ay!, no puede ser otra cosa, mujer, no te engañes». Blanca siguió tendida en la hamaca. Y al cabo de un rato se durmió abrazada a la guitarra de Eduardo. Por si en el viento se hallara extraviada buscando abrigo y no lo encontrara… Soñaba con su amado, que le cantaba muy suave y al oído. Junto a mi lecho le pondré su nido… Y siguió soñando, embargada por el deseo de que su sueño nunca terminase. La noche era fría. La luna brillaba en lo alto, grande, muy grande. Y, cuando Eduardo se deslizaba, una vez más, por el rayo que bajaba hasta la casa, sopló una brisa fría desde la sierra que heló el pecho de Blanca. Entonces, su espíritu enamorado escapó de su cuerpo, que quedó inerte en la hamaca, abrazado a la guitarra, el rostro sereno y sonriente. «Al fin libre». Eduardo la esperaba enredado entre las matas. «Hasta pronto, bebitos. No nos olviden nunca». Aquella noche, alguien vio volar dos mariposas blancas, grandes como el cóndor, rumbo al Cielo. 


lunes, 2 de octubre de 2023

¿Qué es un sinvivir, mamá?

 

—¿Qué es un sinvivir, mamá? —Preguntó Lolo, lanzando pataditas al aire desde la sillita de seguridad anclada en el asiento trasero del coche.

            —¡Qué cosas preguntas! ¿De dónde has sacado tú eso, tesoro?

            —Papá lo dijo. ¿Qué quiere decir, mamá?

            —No lo sé, Lolo. Será mejor que se lo preguntes a él, ¿no te parece?

            —¡Uf!, vale —dijo resignado el niño.

            Como muchos otros días, estaban en un atasco, justo debajo de las arcadas que hay en la Avenida de la Ilustración. Lolo estaba seguro de que aquello era la osamenta de un inmenso dinosaurio. Un megamadrisaurio, eso es lo que era, ¡sí! Pero no era un dinosaurio cualquiera, no. Era el más grande y el más fuerte de todos en toda la historia del mundo mundial. El rey de todos los dinosaurios. Y el otro esqueleto, el de al lado, sería el de su mujer, la megamadrisauria. ¡Qué interesante! Seguro que pondría unos huevos enormes, tan grandes como un camión, o más.

            Lolo dejó de pensar en los megamadrisaurios y se puso a mirar las nubes. Era uno de esos días en que la luz se empeña en ponerle color al cielo.

            —Mamá: hoy es un día de colorines. ¿Has visto?

            —Sí, tesoro. Es un día precioso.

            Luego se dedicó a observar  a los conductores de los coches cercanos. Los veía desde lo alto, a salvo de miradas tras el cristal tintado. Se sentía seguro. Aquello era mejor que ser invisible. Era como tener superpoderes, igual que los superhéroes. ¡Qué guay!

            —¡Mamá, mamá!, ese señor se está metiendo el dedo en la nariz, ¡mira, mira qué cochino!

            —Anda no seas fisgón.

            —Se ha sacado un bicho, y lo está mirando, mamá.

            —Vaya, y ahora me dirás que se lo come —dijo la madre con cierto desdén.

            En la selva hay tribus salvajes que comen cosas peores, pensó Lolo. Comen hormigas, gusanos, arañas… no, no, arañas no, que son venenosas. Si te pican en la barriga te puedes morir, o quedarte tonto que es mucho peor que morirse.

            Volvió a fijarse en las nubes, brillantes, de mil colores. Y volvió a pensar en los dinosaurios. Seguro que la piel de los megamadrisaurios era de colorines, sí, como las nubes.

            Llegaron al colegio de Lolo a punto de dar la hora de entrada. La madre paró el coche en doble fila. El coche, de enormes proporciones, obstruía toda la calzada. La madre se apeó envuelta por una sinfonía de claxon, y tapándose los oídos se aproximó a la puerta trasera de su coche, la abrió y ayudó a bajar al niño.  Luego lo acompañó hasta la entrada, aguantando los bocinazos e improperios de los conductores indignados. Así debía de ser el ruido en las batallas. Aquellos hombres malos no querían a su mamá. ¡Qué cabrones!, esto hubiera dicho su papá.    

            La madre volvió al coche y emprendió el camino del trabajo en unos juzgados que hay por Arturo Soria. Unas oficinas cutres y desbordadas, en las que ya no cabía ni un legajo más. ¿Qué se le ocurriría a Lolo si las viese?

            A las cinco de la tarde la madre paso por el colegio a recoger a Lolo. Lo acomodó en su sillita de seguridad y luego se puso al volante.

            —¿Todo bien, tesoro?

            Lolo, no contestó, casi nunca solía hacerlo.

            —Mami, mira que barrigonchi tiene ese señor. ¡Como el abuelo!

            —¡Mira que te fijas en unas cosas, hijo!

            —El abuelo dice que tiene esa barrigota porque ahí tiene guardados todos los cuentos.

            —¿Sí?

            —Sí.

            Al llegar a casa, lo primero que hizo Lolo fue preguntar por su padre.

            —No vendrá hasta el viernes por la noche, si es que viene. Pero seguro que el sábado estará con nosotros, tesoro.

            —¡Jo, mamá! Yo quiero que esté siempre con nosotros.

            —Pero, hijo, él tiene que viajar. Es su trabajo.

            —Y ¿por qué, mamá?

            —Para ganar dinerito, cielo.

            Lolo alzó los hombros, un mohín habitual en él. Luego se puso a dibujar una casa, y después miró por la ventana para ver cómo el sol se ocultaba tras los riscos de Guadarrama, arrastrando la oscuridad desde el oriente sobre un Madrid que bostezaba.

viernes, 14 de abril de 2023

Sobre el uso de los pronombres en sus formas de acusativo y dativo

 

Sobre el uso de los pronombres en sus formas de acusativo y dativo

Hoy quiero que nos ocupemos detenidamente del pronombre en sus formas de acusativo y dativo (1). Me estoy refiriendo a los pronombres la, le y lo, cuyo uso incorrecto conocemos como laísmo, leísmo y loísmo.

(1).  El acusativo equivale al objeto directo del verbo y el dativo al indirecto.

            Ante todo conviene tener muy claro qué se entiende por complemento directo y  por complemento indirecto. En la frase Pedro quiere mucho a su novia, a nadie se nos debe escapar que Pedro es el sujeto de la oración, él es quién quiere mucho. Y es fácil ver que su novia completa el significado del verbo, quiere, dando sentido a la frase. Porque si solo dijéramos Pedro quiere mucho el mensaje estaría incompleto. Esto mismo ocurre con todos los verbos transitivos, como querer o amar, que siempre tienen que estar acompañados por sus complementos directos para que los completen y les den sentido. Así pues, su novia es complemento directo de quiere. Ambas expresiones están unidas por una relación directa —la que se da entre la acción del verbo y la destinataria de dicha acción—, si bien en nuestra frase aparece entre ellas la preposición a. Esto no sucede siempre, hay construcciones sintácticas con verbos transitivos que no necesitan de esa preposición, por ejemplo Pedro ha regalado una bufanda.

Compliquemos un poco la frase del último ejemplo, escribiendo Pedro ha regalado una bufanda a su novia. ¿Qué ha cambiado? Pues que ahora sabemos a quién le regaló una bufanda Pedro, me diréis. Cierto, así es, ahora el mensaje contiene más información, la frase está más completa, tiene un elemento nuevo, que es ni más ni menos que el complemento indirecto. Este tiene también una relación con el verbo, pero indirecta, y como su primo el directo puede ser un nombre, un sustantivo, un sintagma o una proposición nominal (2). En la frase del ejemplo, la acción no recae en su novia, pero ella es la beneficiaria del hecho de que Pedro regale una bufanda.

(2). Sintagma: conjunto de palabras organizadas en torno a un nombre o un sustantivo.

       Proposición nominal: oración que asume la función de un nombre.

Resumiendo: en una construcción sintáctica, el complemento directo es el elemento sobre el cual recae la acción del verbo, y puede ir o no precedido por la preposición a. Mientras que el complemento indirecto es el elemento beneficiario o víctima de la acción, y siempre va precedido de la preposición a.

            Hablemos ahora de esos pronombres tan especiales. Si consultamos el DRAE, podremos comprobar que lo y la, así como sus plurales los y las, tienen la forma de acusativo, es decir, la forma pronominal que corresponde al objeto directo del verbo, siendo lo de género masculino, y la de femenino. Y también podremos ver que le y su plural les son las formas pronominales del dativo, las del objeto indirecto del verbo, y que se usan tanto para el masculino como el femenino.

            Llegados hasta aquí podemos establecer la siguiente tabla:  

         

Acusativo

Complemento directo

Dativo

Complemento indirecto

Ejemplos

Singular

lo, la

 

le

Al abogado no lo conocí hasta el día del juicio.

Al sastre le encargaron un traje de fiesta.

Plural

los, las

 

les

Las entradas las ha sacado tu hija

Les enviaremos unas flores a los amigos

Fuente: Las 500 dudas más frecuentes del español, Obra publicada por el Instituto Cervantes.

 

                Todos estos pronombres pueden ir unidos y pospuestos al verbo. Así pues, podemos construir oraciones tales como: Dale el libro a Juan. ¡Sigue a ese hombre, síguelo!

Espero que esta cuestión sobre el uso de los pronombres en sus formas de complemento directo e indirecto haya quedado clara. Pero no tiréis cohetes, que la cosa no es tan sencilla. En una buena parte de España, y muy especialmente en Madrid, se está utilizando, incluso en círculos cultos, la forma pronominal de dativo, le, para referirse al acusativo, es decir, se emplea le en lugar de lo, cosa que sin duda es un leísmo. No obstante, la Real Academia de la Lengua considera admisible esa costumbre, aunque solo para el masculino singular de persona.  Pero como una cosa lleva a la otra, ya es frecuente que lo usen también para el femenino y para el plural. Podéis comprobar este fenómeno con solo abrir cualquiera de los diarios madrileños, viendo la TV o alguna película extranjera doblada en España. Esto no sucede en bastantes países americanos de habla hispana, ni en buena parte de las regiones españolas. Veamos cómo emplean dichos pronombres diferentes autores:

Don Leonardo Meléndez debe seis mil duros a Segundo Segura, el limpia. El limpia, que es un grullo, que es igual que un grullo raquítico y entumecido, estuvo ahorrando durante un montón de años para después prestárselo todo a don Leonardo. Le está bien empleado lo que le pasa. Don Leonardo es un punto que vive del sable y de planear negocios que después nunca salen.  No es que salgan mal, no; es que, simplemente, no salen, ni bien ni mal. Don Leonardo lleva unas corbatas muy lucidas y se da fijador en el pelo, un fijador muy perfumado que huele desde lejos. Tiene aires de gran señor y un aplomo inmenso, un aplomo de hombre muy corrido. A mí no me parece que la haya corrido demasiado, pero la verdad es que sus ademanes son los de un hombre a quién nunca faltaron cinco duros en la cartera. A los acreedores los trata a patadas y los acreedores le sonríen y le miran con aprecio, por lo menos por fuera. No faltó quien pensara meterlo en el juzgado y empapelarlo, pero el caso es que hasta ahora nadie había roto el fuego…

                                                                                                                              Camilo José Cela

                                                                                                                              Fragmento de La Colmena

            Don Camilo, como sabréis, fue gallego —de Padrón, como los pimientos—. Por eso no es extraño que su texto se ajuste con mucha exactitud a la norma en cuanto al uso de pronombres con función de acusativo o de dativo. En el fragmento solo hay un leísmo, le miran (lo he señalado con rojo). ¡Anda! —exclamaréis—, ¿y le sonríen no lo es? No, no lo es porque el verbo sonreír es intransitivo, mientras que mirar es transitivo. Yo me pregunto si fue un despiste del autor. Aunque puede ser que lo colara a propósito. Sí, veréis, en toda obra narrativa quién narra no es el autor, no. ¿Pues quién sino?, me preguntareis. Quién narra es la voz del narrador, que es el alter ego detrás del que se esconde el autor, como lo hace quién maneja un muñeco de guiñol. La novela se desarrolla en un café de Madrid durante la posguerra civil, y quien cuenta la historia es un narrador testigo. Es como si él estuviera en el café sentado en un velador observando todo lo que allí acontece. No hubiera chirriado en absoluto si en La Colmena nos hubiéramos encontrado con leísmos, de los admitidos por la RAE, porque entonces podríamos pensar que el narrador es un madrileño, que como tal lo concibió el autor. Evidentemente no fue el caso. Al narrador pudiera ser originario de cualquiera de las regiones no contaminadas por leísmo, pero que llevara viviendo bastante tiempo en la capital, el suficiente para empezarse a contagiar.

            Veamos ahora otro fragmento plagado de leísmos:

… Al rato, como no ocurre nada, el guardián se aleja. Su ausencia adensa el aire de la cripta en torno a sus tres habitantes: el viejo y la pareja. El tiempo se desliza… Quiebra ese aire un hombre joven, acercándose al viejo:

—¡Por fin, padre! Vámonos. Siento haberle tenido esperando, pero ese director…

El viejo le mira: «¡Pobre chico! Siempre con prisa, siempre disculpándose… ¡Y pensar que es hijo mío!»

—Un momento… ¿Qué es eso?

—¿Eso? Los esposos. Un sarcófago etrusco.

—¿Sarcófago? ¿Una caja para muertos?

—Sí… Pero vámonos.

—¿Les enterraban ahí dentro? ¿En eso como un diván?

—Un triclinio. Los etruscos comían tendidos, como en Roma. Y no les enterraban, propiamente. Depositaban los sarcófagos en una cripta cerrada, pintada por dentro como una casa.

—¿Cómo el panteón de los marqueses Malfarti, allá en Roccasera?

—Lo mismo… Pero Andrea se lo explicará mejor. Yo no soy arqueólogo.

—¿Tu mujer?.. Bueno, le preguntaré.

El hijo mira a su padre con asombro. «¿Tanto interés tiene?» Vuelve a consultar el reloj.

—Milán queda lejos, padre… Por favor.

El viejo se alza lentamente del banco, sin apartar los ojos de la pareja.

—¡Les enterraban comiendo! —murmura admirado… Al fin, a regañadientes, sigue a su hijo.

                                                                                    José Luis San Pedro

                                                                                              Fragmento de La sonrisa etrusca

En este corto fragmento podréis contar cinco leísmos en total, los he marcado con rojo. Dos son admitidos por la RAE, y tres no admitidos. Para el acusativo es admisible la forma pronominal le, pero no su plural, les. ¿Qué razones pueden justificar tal inflación de leísmos? Como la mayor parte del fragmento es un diálogo, podríais pensar que los personajes hablan así, pero ellos son italianos, el viejo es un campesino de Calabria y el joven, su hijo, un hombre con estudios universitarios que vive en Milán. Además, el narrador también comete un leísmo, aunque admisible. Yo me inclino por pensar que esos leísmos son aportación del autor, que a través de ellos se ve al viejo profesor tras sus muñecos de guiñol. José Luis San Pedro nació en 1917 y vivió hasta los trece años en Tánger.  Pasó la guerra civil en Cataluña como soldado del ejército republicano. Terminada la guerra tuvo que cumplir el servicio militar en Melilla (probablemente durante tres años). Finalmente, desde 1941vivió en Madrid hasta su muerte en 2013 a la edad de 96 años. En 1944 casó con una madrileña, que lo acompañó hasta el fin de sus días. En definitiva, que por su trayectoria vital fue tan madrileño como el que más.

El primer leísmo, “Siento haberle tenido esperando”, es un caso especial que se conoce como leísmo de cortesía. Cuando el trato es el de usted, es una costumbre social muy extendida usar le en lugar de lo o la. Por esto debemos de considerarlo admisible. Este leísmo podríamos encontrarlo en textos de autores que no practiquen otros tipos de leísmo.

Veamos ahora un texto del arequipeño y premio Nobel Vargas Llosa:

            El teniente Gamboa salió de la oficina del coronel, hizo una venia al civil, aguardó unos instantes el ascensor y, como tardaba, se dirigió hacia la escalera: bajó las gradas de dos en dos. En el patio, comprobó que la mañana había aclarado: el cielo lucía limpio, en el horizonte se divisaban unas nubes blancas, inmóviles sobre la superficie del mar que destellaba. Fue a paso rápido hasta las cuadras del quinto año y entró a la secretaría. El capitán Garrido estaba en su escritorio, crispado como un puerco espín. Gambo lo saludó desde la puerta.

                —¿Y? —dijo el capitán, incorporándose de un salto.

                —El coronel me encarga decirle que borre del registro el parte que pasé, mi capitán.

                El rostro del capitán se relajó y sus ojos, hasta entonces desabridos, sonrieron con alivio.

                —Claro —dijo, dando un golpe en la mesa—. Ni siquiera lo inscribí en el registro. Ya sabía. ¿Qué pasó, Gamboa?

            —El cadete retira la denuncia, mi capitán. El coronel ha roto el parte. El asunto debe ser olvidado; quiero decir lo del presunto asesinato, mi capitán. Respecto a lo otro, el coronel ordena que se ajuste a la disciplina.

                —¿Más? —dijo el capitán, riendo abiertamente—. Venga, Gamboa. Mire.

            Le extendió un alto de papeles repleto de cifras y de nombres.

                — ¿Ve usted? En tres días, más papeles que en todo el mes pasado. Sesenta consignados, casi la tercera parte del año, fíjese bien. El coronel puede estar tranquilo, vamos a poner en vereda a todo el mundo. En cuanto a los exámenes, ya se tomaron las precauciones debidas. Los guardaré yo mismo en mi cuarto, hasta el momento de la prueba; que vengan a buscarlos si se atreven. He doblado las imaginarias y las rondas. Los suboficiales pedirán parte cada hora. Habrá revista de prendas dos veces por semana y lo mismo de armamento. ¿Cree que van a seguir haciendo gracias?

                —Espero que no, mi capitán.             

                —¿quién tenía razón? —preguntó el capitán, a boca de jarro, con una expresión de triunfo—. ¿Usted o yo?

                —Era mi obligación —dijo Gamboa.

                —Usted tiene un empacho de reglamentos —dijo el capitán—. No lo critico, Gamboa, pero en la vida hay que ser práctico. A veces, es preferible olvidarse del reglamento y valerse solo del sentido común.

                —Yo creo en los reglamentos —dijo Gamboa—. Le voy a confesar una cosa. Me los sé de memoria. Y sepa que no me arrepiento de nada.

                                                                                                              Mario Vargas Llosa

                                                                                                              Fragmento de La ciudad y los perros

No veréis ni un solo leísmo en el anterior fragmento. Ni siquiera el de cortesía. Observad que el capitán le dice al teniente: No lo critico (a usted), Gamboa.

           Finalmente, leamos dos fragmentos de Laura Esquivel, escritora mexicana de éxito en los Estados Unidos.

            Fragmento 1

            Tita venía del huerto cargando la fruta sobre su falda pues había olvidado la canasta. Traía recogida la falda cuando entró y cuál no sería su sorpresa al toparse con Pedro en la cocina. […] En cuanto Nacha lo vio entrar a la cocina salió, casi corriendo, pretextando ir por apazote para los frijoles. Tita, de la sorpresa, dejó caer algunos chabacanos sobre el piso. Pedro rápidamente corrió a ayudarla a recogerlos. Y al inclinarse pudo ver una parte de las piernas de Tita que quedaban al descubierto.

                Tita, tratando de evitar que Pedro mirara, dejó caer su falda.

                Al hacerlo, el resto de los chabacanos rodaron sobre la cabeza de Pedro.

                —Perdóneme, Pedro. ¿Lo lastimé?

                —No tanto como yo la he lastimado, déjeme decirle que mi propósito…

                —No le he pedido ninguna explicación.

                —Es necesario que me permita dirigirle unas palabras…

                —Una vez lo hice y resultaron una mentira, no quiero escucharlo más…

                Y diciendo esto, Tita salió rápidamente de la cocina, […].

            Fragmento 2

            Estas y otras muchas remembranzas parecidas la tuvieron ocupada durante la ceremonia, haciéndola lucir una apacible sonrisa de gata complacida, hasta que a la hora de los abrazos tuvo que felicitar a su hermana. Pedro, que estaba junto a ella, le dijo a Tita:

                —¿Y a mí no me va a felicitar?

                —Sí, cómo no. Que sea muy feliz.

                Pedro, abrazándola más cerca de lo que las normas sociales permiten, aprovechó la única oportunidad que tenía de poder decirle a Tita algo al oído.

                —Estoy seguro de que así será, pues logré con esta boda lo que tanto anhelaba: estar cerca de usted, la mujer que verdaderamente amo…

                Las palabras que Pedro acababa de pronunciar fueron para Tita como refrescante brisa que enciende los restos de carbón a punto de apagarse. […] Mamá Elena se acercó a Tita y le preguntó:

                —¿Qué fue lo que Pedro te dijo?

                —Nada, Mami.

                —A mí no me engañas, cuando tú vas, yo ya fui y vine, así que no te hagas la mosquita muerta. Pobre de ti si te vuelvo a ver cerca de Pedro.

                Después de estas amenazantes palabras de Mamá Elena, Tita procuró estar lo más alejada de Pedro que pudo. Lo que le fue imposible fue borrar de su rostro una franca sonrisa de satisfacción. Desde ese momento, la boda tuvo para ella otro significado.

                Ya no le molestó para nada ver como Pedro y Rosaura iban de mesa en mesa brindando con los invitados, ni verlos bailar el vals, ni verlos, más tarde partir el pastel. Ahora sabía que era cierto: Pedro la amaba. Se moría porque terminara el banquete para correr al lado de Nacha a contarle todo. […] 

                                                                                   Laura Esquibel

                                                                                                              Fragmentos de Como agua para chocolate

 

En general, no se encuentran leísmos en los textos de Laura Esquibel. Y, como Vargas Llosa, ella no practica el leísmo de cortesía (—Perdóneme, Pedro. ¿Lo lastimé?). Sin embargo, en el último párrafo del segundo fragmento hay un leísmo, Ya no le molestó para nada ver como Pedro y Rosaura iban de mesa en mesa… Se trata de un tipo de leísmo admitido y catalogado en la Nueva gramática de la lengua española (NGLE), el que se puede emplear cuando el verbo es de afección psíquica.

            Para complicar aún más este asunto del leísmo, la Nueva gramática de la lengua española (NGLE) se hace eco de una práctica, bastante extendida, que se da con cierta frecuencia aún en zonas geográficas no leístas, y que consiste en adoptar formas leístas cuando el verbo pueda combinarse indistintamente con complemento directo o indirecto. La NGLE ha agrupado a los verbos que permiten esa posibilidad así:

1.      Los verbos creer, obedecer, escuchar y ayudar.

   Ejemplo:

 . Diremos A la madre no la escuchan, si consideramos a la madre complemento directo, es decir, si sobre ella recae la acción de no escuchar. Sin embargo, parece claro que la madre no es escuchada, y que por ello podría ser la damnificada por esa omisión, es decir, el complemento indirecto. En tal caso, podríamos decir A la madre no le escuchan.   

2.      El verbo llamar cuando va acompañado de un complemento predicativo (de algo que se dice de una persona, animal o cosa).

Ejemplo:

. Los llaman locos. O bien Les llaman locos.

3.      Verbos de afección psíquica, como aburrir, agradar, cansar, fascinar, impresionar, molestar, preocupar, etc.

Ejemplos:

. Los niños la molestan o bien Los niños le molestan.

. Cuando habla la aburre o bien Cuando habla le aburre.

4.      Los verbos usados como impersonales reflejos.

Ejemplos:

. A Ana se la ve preocupada o bien A Ana se le ve preocupada.

. A Carlos no se lo avisó o bien A Carlos no se le avisó.

5.      Verbos de influencia —los que inducen comportamientos—, como animar, autorizar, convencer, obligar, incitar, forzar, etc.

Ejemplos:

. La invitaron a salir de la sala o también Le invitaran a salir de la sala.

. Las animó a probar nuevas vías o también Les animó a probar nuevas vías.

6.      Los verbos atender y telefonear.

Ejemplos:

. La mujer pidió que la atendieran o también La mujer pidió que le atendieran.

. Yo la telefonearé o también Yo le telefonearé.

 

Después de la lectura de los fragmentos de esos cuatro autores y de mis comentarios sobre ellos, espero que os hayáis formado una idea de la extensión geográfica que pueda tener el fenómeno del leísmo.

            Ahora, la elección es vuestra. Vosotros debéis decidir si en vuestro estilo cabe el leísmo o no. Pero tener en cuenta que vuestros personajes y voces narrativas pueden adoptarlo, ya que en ocasiones lo puede exigir su correcta caracterización: No habla igual un carnicero del madrileño mercado de La Cebada que un catedrático de la Universidad de Salamanca.

            Toméis la decisión que toméis, hacedlo con conocimiento de causa, sabiendo que solo es admisible el leísmo de persona, nunca de cosa; de ninguna manera es correcto decir cosas como Este libro le compré en Cervantes. Y por favor, acordaros siempre de las primeras líneas de Crónica de una muerte anunciada de García Márquez:

              El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llagaba el obispo.

                A mí me parece que ese pronombre, en su forma de acusativo puro, es mucho más sonoro y rotundo que su alternativa leísta. Comparad:

                 El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana

El día en que le iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana

                Leed en voz alta y reflexionad.

                                                                                                              

Bibliografía: Las 500 dudas más frecuentes del español de Florentino Paredes, Salvador Álvaro y Luna Paredes para el Instituto Cervantes.

                                        

                                                                        José María Sanchez-Bustos