No
hace mucho que leí una publicación sobre la existencia de una ballena que no es
como las demás pues no tiene familia, ni pertenece a
un grupo, nunca tuvo un compañero, y surca el océano sin que sus llamadas y su
llanto incesante sean respondidos, es la ballena más solitaria del mundo. La
causa de su soledad está en que la
frecuencia de su voz es muy superior a la de sus congéneres.
La
noticia me impactó, y no pude por menos de preguntarme cómo sería la vida de
ese cetáceo. Seguramente debió ser muy feliz en su época de lactante, en
contacto con su madre y acompañada por otras muchas ballenas, hasta que su
dificultad en la comunicación hizo que se perdiera en la inmensidad de los
mares, y comenzase, infructuosamente, una búsqueda angustiosa.
Creo
que no soportaría vivir así, sin comunicación ni contacto con mis semejantes. Y
pienso que mi identidad, mi yo, lo que
soy, radica en ser percibido y sentido por los demás, mediante esa comunicación
y ese contacto, físico y mental, que tanto necesito para ser yo mismo. Y
viceversa. Así esa interrelación conforma una red en la que me siento integrado
y a la que me siento atado por lazos más o menos firmes: afectivos,
profesionales, sociales, etc.
Si
yo estuviese tan solo como esa ballena, la más solitaria del mundo, a la que
supongo indagando y no encontrando respuestas, solo las de estar segura de que
no es el plancton que la alimenta, ni las aguas frías en las que nada, ni el
aire que resopla, únicas realidades que siente desde hace tanto y tanto, y si solo
tuviese un vago recuerdo de mi infancia, esa patria siempre añorada, quizá yo
también, como ella, buscaría a mis semejantes con desesperación. Y al
encontrarlos ellos, igual que un espejo devuelve mi imagen, reflejarían muchos
aspectos de mi identidad, reaccionando ante mis acciones. Así: si al conversar
con mi amigo yo provocase su risa, me sentiría gracioso, y si un auditorio me
escuchase con muchísimo interés y me aplaudiera largo y fuerte al final, me
sentiría admirado y orgulloso de mí mismo, o si mi mujer me mira embelesada y
me besa arrobada, me sentiré amado, deseado y, seguramente, feliz. Y si por el contrario mi amigo pone cara de
vinagre, oigo que entre la audiencia cuchichean, veo que más de uno bosteza y
si, para colmo, mi mujer ni me mira, entonces no me cabrá duda de que soy un
plasta, un insustancial, y me sentiré desgraciado.
Pero si, a pesar de mi búsqueda incesante,
no encontrase a nadie, condenado a una eterna soledad, me preguntaría una y mil
veces quién soy yo, sin poder darme respuestas. Entonces, quizá me zambulliría
en la oscuridad de mi interior, donde me temo que, probablemente, solo
encontraría el caos, y aterrado volvería a emerger para seguir buscando y
buscando a mis congéneres hasta quedar varado en alguna playa, donde me
quedaría a pleno sol, hasta que mis pulmones se aplastasen
bajo mi propio peso, o hasta que algunos rivereños viniesen a auxiliarme,
intentando reflotarme. Mi
enorme corazón saltaría entonces ebrio de alegría.
José María Sanchez-Bustos
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