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sábado, 7 de octubre de 2023


 

                                                       Chapolas del cafetal

Era de noche. Eduardo se deslizó por un rayo de luna hasta la casa. Vio su vieja hamaca. Unas matas, plantadas en totumas, colgaban mecidas por la brisa a lo largo del corredor. Su cuerpo ingrávido y dúctil como el humo las traspasó. La ventana estaba entreabierta, olía a hogar. Se coló en la sala. Un retrato suyo, enmarcado en nácar, destacaba entre los chécheres del aparador. Él lo miró. «Así fui»,  dijo en un susurro. Cualquiera lo hubiese confundido con el viento. Ciertamente había sido un gran tipo, moldeado con el barro de las cuatro razas que pueblan el continente sur: ojos verdes, tez morena, cabello crespo y sonrisa amplia bajo un bigote espeso y negro. También vio la foto de Blanca, su viuda. «Cómo la extraño, mami». Y más allá las de sus hijos y nietos. «Ay, tan lindos».

Su cuerpo de éter emitía una luz tenue. Vio una puerta abierta. «Ahí duermen los niños». La que fue su alcoba estaba cerrada. Blanca estaría al otro lado. Quiso abrir para poder estar junto a ella, pero no fue capaz. Deseaba acariciarla, aunque fuese no más que con los ojos de su espíritu inquieto. Tenía que abrir aquella puerta, ¿pero cómo? Reunió todas sus energías y se lanzó sobre la manija, mas no cedió, solo consiguió que la hoja temblara levemente, tableteando en el marco, como si el viento la hubiera sacudido. Contrariado, se dirigió a la pequeña alcoba de sus nietos.

Miriam y Eduito, sus dos nietos más chicos, estaban en la cama. «¡Estos culicagaditos!, como siempre, con los pies destapados». Respiraban acompasadamente, dormían con la paz de las almas cándidas. La cobija en el suelo. La hubiera tomado con sus manos de aire y habría cubierto aquellos pies, pero no pudo. Quiso besar a los niños, y puso tanto afán que desde sus labios volaron hasta las frentes de sus nietos dos mariposas, chapolas del cafetal.

Después salió de la casa, igual que entró, por la ventana. Pronto amanecería, tenía que volver al lugar de donde vino. Cada noche de luna llena, vendría deslizándose por los pálidos rayos y los treparía para regresar. Al traspasar de nuevo las matas, las regó con sus lágrimas. «Lo peor de todo es la soledad».

El gallo cantó, y el sol prendió la luz del trópico. Blanca ya tenía todo preparado sobre la mesa para el desayuno. Sus pequeñas manos, ligeras como pájaros, se afanaban en organizar la cocina. Calzaba chanclas. No hacía mucho que su pelo negro había comenzado a encanecer. Lo llevaba recogido en un pañuelo gris claro, adornado con flores amarillas estampadas, que hacía juego con la bata. Y, a pesar de los pesares, seguía sintiéndose una mujer hermosa.

—¡Vengan, bebitos, párense de la cama ya! ¡No se emperecen tanto y vayan al baño! ¡Lávense bien las orejas y las manos, y apúrense que les tengo listas unas arepitas, huevos pericos, y aguapanelita! ¡¿Vienen ya, sí o qué?! —apremió Blanca a sus nietecitos.

«¡Ay, mi Dios!, espero que no se demoren con la recolección, miren que dejarme sola con los niños. El trabajo es duro, ¡sí!, pero en las noches la pasarán bien rico, harán recocha, y hasta tomarán unos traguitos, ¡sí, señor! Si Eduardo viviera, yo estaría con él allí», dijo para sí a viva voz.

            —¡Eduito, ¿a qué tanta bulla, mi hijito?! ¡Miriam, amor, vengan ya!

A Eduito y a Miriam les brillaba el pelo tan húmedo como lo traían. Les resplandecía la cara y tenían una sonrisa inmaculada, aunque a él se le veía una mella; era apenas dos años menor que la niña y todavía estaba en tiempo de muda.    

—Abuela: anoche vino el abuelo. ¡Sí!, y nos cobijó los pies.

—Y nos dio un beso —añadió Miriam.

—¿Y no me confundirían a mí con él?, porque anoche, como otras muchas, fui y los cobijé.

 Los tres se sentaron.

 —¡Delicioso, abuela! —agradeció Miriam.

—Dicen que los muertos no regresan. Viven en el recuerdo de los vivos. Lo que creen que vieron anoche solo fue un sueño. Seguramente, el abuelo estará en el cielo donde nos estará esperando —explicó Blanca con cierta gravedad.

            Los niños encogieron los hombros y cruzaron sus miradas. «Los mayores nunca creen».

 Se levantaron, y cargando sus mochilas salieron al trote para la escuela de Pueblito Lindo. Blanca quedó sola. Desde una ventana los miró en la lejanía, sintió un nudo en la garganta, y se enjugó una lágrima con el dorso de la mano. Tendió las camas, ordenó la sala, y más tarde, cuando la olla del sancocho borbotaba: «Hum, ¡qué bien huele! ¿Y si fuese cierto? La gallina y el mondongo ya están listos, ahí van el plátano y la yuca. Y si él viniera alguna noche. Seguro que se desazonaría al encontrar mi puerta cerrada. Ahorita unas papas y el ñame. Digan lo que digan puede que los niños lo vieran, o lo sintieran. Y una mazorca bien cortada. Es muy raro que los dos soñaran lo mismo. Frijoles, arvejas, cebolla y ajo. Pero los niños, ya se sabe. Un poquito de pimienta.  Su mundo está hecho de fantasía. Que no falte el cilantro.  Mira que si las cosas que contaba mi abuela de su tatarabuela fueran ciertas. Ni el ají. Decía que hablaba el swahili».

Se oyó el trino de un turpial.

Ella sonrío al escucharlo. Miró a través de la ventana. «Tienes razón, pajarito, desde hoy dejaré la puerta entreabierta».

Blanca lo esperó cada noche. «¿Esperar, para qué?». Eduardo no llegaba. Y Así fue hasta el siguiente plenilunio. Aquella noche, ella sintió el impulso de ir hasta la sala. Encima del aparador, colgada de la pared, estaba la guitarra de Eduardo. La miró como si la viera por primera vez. «Le encantaba tocar, ¡con que gusto cantaba aquellas canciones mexicanas!». Se puso de puntillas y alcanzó la guitarra, la estrechó amorosamente contra su pecho, salió al corredor y se sentó en la hamaca. Sus pies descalzos impulsaron un muelle balanceo, y así, en ese dulce vaivén, cerró los ojos y muy bajito comenzó a cantar: ¿Adónde irá, veloz y fatigada, la golondrina que de aquí se va?..

Dos chapolas amarillas se descolgaron de lo alto y tras un vuelo caprichoso se posaron en la frente de Blanca, que sintió la acaricia de una brisa tibia. Era como estar junto a él, viviendo todavía aquel amor hecho de miradas y risas cómplices, de besos y caricias, de sudores y sueños compartidos. Las flores de las matas olían más que nunca. Inspiró hasta llenar sus pulmones. Luego expiró, hasta quedar vacía. Soledad.  «Ha sido solo un momento de embeleso, nada más, ¡ay!, no puede ser otra cosa, mujer, no te engañes». Blanca siguió tendida en la hamaca. Y al cabo de un rato se durmió abrazada a la guitarra de Eduardo. Por si en el viento se hallara extraviada buscando abrigo y no lo encontrara… Soñaba con su amado, que le cantaba muy suave y al oído. Junto a mi lecho le pondré su nido… Y siguió soñando, embargada por el deseo de que su sueño nunca terminase. La noche era fría. La luna brillaba en lo alto, grande, muy grande. Y, cuando Eduardo se deslizaba, una vez más, por el rayo que bajaba hasta la casa, sopló una brisa fría desde la sierra que heló el pecho de Blanca. Entonces, su espíritu enamorado escapó de su cuerpo, que quedó inerte en la hamaca, abrazado a la guitarra, el rostro sereno y sonriente. «Al fin libre». Eduardo la esperaba enredado entre las matas. «Hasta pronto, bebitos. No nos olviden nunca». Aquella noche, alguien vio volar dos mariposas blancas, grandes como el cóndor, rumbo al Cielo. 


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