Preámbulo
Que
la vida pasa en un suspiro es algo que sabemos muy bien los viejos. Por muy
larga que haya sido siempre es así. Y transcurre más veloz cuanto más intensa e
interesante sea, al menos en lo que a mí respecta, que viví muy de cerca los acontecimientos
más transcendentes ocurridos en el reino durante cuarenta y dos años, los que
reinó con entendimiento y cordura, pero también con pasión y fe en su sagrado
destino, mi rey y señor don Alfonso IX
de León, quien siempre se esforzó en ser justo y defendió a los oprimidos.
Durante todos esos años yo lo seguí allí donde él fuese, cada vez que él me lo
pidió, siempre a su servicio, prestándole consejo, cuando él lo requería, así
como mi brazo y mi espada. ¡Mi vida, si hubiese sido preciso, por él la habría
dado! Él siempre luchó para acrecentar el reino más allá de sus confines,
procurándoles una vida mejor a sus vasallos, una vida más justa, amparada en la
fuerza de las leyes que él promulgó; siempre escuchó y atendió las quejas y
anhelos de su pueblo y, además, sacó a la luz el saber y el conocimiento, hasta
entonces encerrados en los claustros de la Iglesia; también asiló y les dio
auxilio a todos los peregrinos del orbe que hoyaban los caminos hacia
Compostela. ¡Había tanto que hacer! Sí, la tarea era ingente. Y, cuando comenzó
su reinado, solo tenía diecisiete años. Los mismos que yo. Pero eso no fue un
obstáculo, al contrario, ya que su juventud, su inocencia y corazón valiente
fueron sus mejores armas para enfrentarse a los muchos contratiempos y
enemigos, que se obstinaban en torcer su sagrado destino. Don Alfonso fue, entre
todos los reyes, el más amado por su pueblo y, entre todos los hombres, el más noble y querido por las mujeres. Pero su
corazón valiente, después de tanto y tanto bregar, se cansó de latir… ¡y
quedaba tanto por hacer! Entonces no solo perdí a mi rey, también perdí a un
amigo, el mejor; y más tarde la esperanza de que su reino lo sobreviviese como
reino independiente. Por eso ahora, después de tantos años, al amor de la
lumbre, rodeado por algunos de mis hijos y mis nietos en mi castillo de
Cifonte, me propongo dictar mis recuerdos, ya que no podría escribirlos, la
vista cansada y la falta de pulso no me lo permiten.
De muchos de los hechos que voy a
narrar fui testigo, a veces protagonista, y de otros tuve noticia por boca de
personas de mi confianza que los vivieron.
Rememorar las muchas hazañas y aventuras que viví junto a don Alfonso
será como volver a vivirlas de nuevo, lástima que no podré torcer los renglones
de la historia, igual que él no pudo hacerlo, aunque lo intentó con todas sus
fuerzas, pero espero, al menos, conseguir que quienes lean estos textos conozcan
la verdad. La verdad histórica de un reino, el de León, que sucumbió ante el de
Castilla, pero no por ello perdió su esencia. Un reino habitado por pueblos
nobles, que tienen grabada en el alma de sus gentes el amor por sus costumbres,
por sus fueros, por sus lenguas y por sus sagradas tierras, bendecidas por
Dios, aunque cansadas y exhaustas por haber dado, generosas, tantos y tantos
frutos y lo mejor de sus entrañas.
Diego Froilaz de Cifonte